Memorias de un Cazatalentos (5)
Por: Agustín Garizábalo Almarales
Desesperada, mi mamá decidió cambiarme de colegio: yo estudiaba cuarto de secundaria en el Bachillerato de Soledad, y una tarde hubo una huelga estudiantil con lluvia de piedras…y vidrios rotos. Así que detuvieron a varios estudiantes y se armó el escándalo y llegaron las madres desde los cuatro puntos cardinales a abogar por sus hijos. Mamá pensaba que yo había caído en esa redada, pero no, sólo estaba en un billar cercano. Eso no impidió, sin embargo, que a la vieja se le alteraran los nervios. Me pasó entonces para un colegio con una reputación menos pendenciera: el Instituto Pestalozzi de Barranquilla, anexo a la Universidad del Atlántico.
Cierto día, llega el
profesor de español y pide que saquemos una hoja para hacernos uno de esos “quiz”
tan temidos. Dijo que la tercera pregunta equivalía al cuarenta por ciento del
examen. Y, ¿de qué se trataba? Bueno, el profe Rodríguez dictaba los títulos de
unas obras literarias y nosotros debíamos anotar al lado el nombre del autor
respectivo. Todos protestamos: “nohombe, ¿cómo así profe?”. Sabíamos
que era un caso perdido, pues lo que
escasamente leíamos en esa juventud nuestra era a Condorito, Pato Donald, Mawa
de la Jungla, Batman y el resto de superhéroes, quién iba a saber en ese
momento el nombre del escritor de “El
Mundo es ancho y ajeno” o de “Rayuela”.
Pero, ¡oh Providencia!….Antes de iniciar el quiz, nos
había pedido que pusiéramos los libros en el piso. Me puse a divagar un poco
avergonzado y miro hacia abajo y… ¿qué veo?
Mi cuaderno de borrador abierto precisamente en la página de apuntes de
libros y autores. Muy asustado, haciéndome el bobito, pude copiar nueve de los
diez autores que nos había pedido. Así
que quedé como un rey: en la entrega de las notas fui el único que sacó
sobresaliente y el profesor Rodríguez me ha llamado para decirme “Oiga, usted debe de leer mucho, ¿no?”
Primera gran mentira: “Claro que sí, profe”, dije.
“Ah,
bueno, como lees tanto, vamos a hacer un trato: No te hago más exámenes, pero
cada mes te voy a entregar un libro para que lo leas y lo expongas en clases a
tus compañeros, y esa será tu nota”.
¡Huyyy! ¡Imagínense!...
¡Un libro mensual!: como para morirse de aburrimiento. Sin embargo, tuve la
fortuna de cogerle el gustico a la cosa y he aquí que un buen día, después de
dos meses y dos libros, cometí el desatino de soltarle al profesor, así como
para sobarle chaqueta: “Ya terminé el que
me dio este mes, ¿No tiene otro?”… “¡Caramba!, si lees tanto muy seguramente escribes”, se entusiasmó el profe. “Claro que sí”, respondí tan rápido que
no tuve tiempo de darme cuenta de mi segunda mentira. Y ese fin de semana tuve
que apurarme en terminar cualquier mamarracho, porque se trataba de llevarle el
lunes algún escrito a ese cada vez más interesado educador.
“Decepción
total”, me abrumó. “Pero pierde cuidado, ya hablé con un licenciado amigo mío llamado
Guillermo que tiene un curso de redacción literaria los sábados por la mañana
en Bellas Artes y yo le dije que tú irías. Tienes que aprender a escribir”.
Cómo, cómo…Si el sábado por la mañana son los partidos de fútbol en mi cuadra,
cómo voy a explicarle a mi cochada…
Fui a regañadientes a la clase y me sorprendió que el profesor Guillermo ordenara: “Los nuevos vayan y denle una vuelta a la manzana mientras le pongo un taller a los antiguos”. Cuando regresamos nos pidió que sacáramos una hoja y consignáramos lo que habíamos visto en esa vuelta a la manzana. Yo escribí que había visto un hotel, una estación de taxi y una iglesia. Se puso a revisar las respuestas y de repente preguntó que quién era Garizábalo, y yo levanté la mano emocionado. Me dijo, lo recuerdo bien: “Mijo, entre esto y un ciego no hay mucha diferencia” -¿Cómo así, profe?-, “La verdad, es como si usted no hubiera visto nada… Esa iglesia, por ejemplo: ¿cómo era? ¿Estaba abierta, cerrada, tenía gente, estaba sola? ¿Cómo se veía la tarde? ¿Había tráfico?
De manera que a partir
de ese día, y durante seis meses, hicimos un curso de APRENDER A OBSERVAR. Él
nos decía que antes de aprender a escribir había que saber ver. Y nos mandaba a
la Terminal de Transportes para analizar cómo estaba la gente vestida y cuál
era su actitud cuando se iba de viaje, y también
que notáramos la diferencia de cuando venía de regreso. Fuimos al Estadio Romelio
Martínez, a un partido de Junior, pero no a disfrutar del juego, sino única y
exclusivamente a observar a los fanáticos, cómo se comportaban: este señor, por
ejemplo, con pinta de gerente, de apariencia fina y respetable, quizás con un
comportamiento impecable en otro
escenario, pero véanlo cómo se transforma en una fiera para gritarle
vulgaridades al árbitro; aquella otra señora tan decente y bien vestida, su
mirada perdida en el vacío, a la pobre se le nota que está ahí sólo por
acompañar a su nieto, y esta otra chica abrazada con un tipo gordo con pinta de
traqueto, y que a lo mejor viene a ser su amante porque se ve como muy ligerita
de ropas y como muy desenvuelta la niña, y así… De eso se trataba, íbamos
sumando datos: lo que gritaban; lo que comían; la forma de vestirse y de mirar. Entonces, nos imaginábamos cómo seguiría la
vida de esas personas, si era miserable o afortunada, y qué harían después;
cómo serían sus demás relaciones y momentos.
Tratábamos de organizar una especie de continuidad vivencial hasta
construir un perfil creíble, un personaje verosímil.
Todo empezó con una
mentira, y eso se lo agradezco a mi profesor Rodríguez por ser tan intenso
y obligarme a leer y a realizar ese curso inesperado. Quizás aquel
entrenamiento, sin proponérmelo nunca, me sirvió finalmente para esta nueva
labor de cazatalentos. Tal vez el quid del asunto está en que yo no veo los futbolistas como un simple entrenador sino
con ojos de escritor. Quiero conocer sus historias, investigar sus recorridos:
en qué equipos han jugado, si han estado en alguna selección, cuántos goles han
marcado, con quiénes viven, quiénes son sus amigos, cuáles son sus ambiciones; ¿tendrán
acaso un proyecto de vida? Toda esa
suerte de datos que serían superficiales si uno pensara como entrenador, pero
claves para mí porque no he perdido la manía de acercarme a la gente con el
ánimo de escudriñar sus vidas y querer saber hasta lo más mínimo, porque quién
sabe si algún día me toque escribir esa historia. Eso es lo que me digo a mí
mismo para justificar tanto escrutinio y tanta curiosidad.
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