viernes, 19 de junio de 2009

LA ANTINORMA



Por: Agustín Garizábalo Almarales

Una tácita antinorma se han ideado los directores técnicos del fútbol profesional colombiano para contrarrestar la contrariedad de tener que obedecer la pauta impuesta por la Dimayor de alinear a un adolescente, y consiste en poner a calentar, una vez se inicia el partido, al elegido sustituto.

Lo que pudo haber sido, en su momento, una regla provisional se ha convertido en fuente de gran controversia, y, según se ve, amenaza con quedar definitivamente instaurada. La polémica gira esencialmente, sobre si es conveniente o no mantenerla. Algunos han propuesto fórmulas ingeniosas, como aquella de no sólo alinear a los 91, si no también, a los 89 y a los 90, cosa de no perder la continuidad del proceso de los anteriores normativos, pero cumpliendo un tope de minutos jugados, es decir, los 91, por ejemplo, durante el torneo que jueguen 200 minutos, los 89, 300 y los 90, 200 minutos, hasta sumar, 700 o 500 minutos según se apruebe, pero sin exagerar la alineación de 3 menores por partidos. Imaginamos a los entrenadores, cada semana usando la calculadora y rascándose la cabeza. (En este caso, por su condición de matemático, llevaría la ventaja nuestro amigo Néstor Otero).

Algunos ya dejaron los argumentos retóricos y pasaron a los hechos con alineaciones simbólicas y, en clara pose de rebeldía, mandan a chicos, incluso, mucho menores que los reglamentados, sólo para que cumplan la ilusión de sentarse a comer y salir suspirando a la cancha acompañado de sus ídolos.

Mi opinión es que se le ha dado demasiada trascendencia a esta discusión. El fútbol, como toda batalla, no debería tener condicionamientos externos. Que vayan a la cancha los que cumplan con la norma de saber jugar bien al fútbol y los que tengan la suficiente experiencia para no dejarse amedrentar por las veleidades de esa competencia que linda a veces con lo brutal. Alinear a un chico por obligación supone también el riesgo de situar en contienda a un mastodonte contra un lince. ¿Por qué ese afán ahora de poner a saltar matojos a los muchachos, sí, en su momento, sin esos pretendidos artificios, la selección juvenil de Luís Alfonso Marroquín fue catalogada como la mejor de América y las de Fignon Castaño y Basílico González fueron campeonas en el eje cafetero?

La pregunta sería: ¿Sí se está cumpliendo con el cometido de agrupar a los jugadores más representativos para la competencia internacional? De modo que se les pide a los clubes que organicen sus divisiones menores, pero, cuando escogen las selecciones Colombia sub20 y sub17 ¿Qué sucede?... El deportivo Cali, por ejemplo, con un reconocido trabajo en esas divisiones, termina sin ningún jugador en la juvenil y apenas tiene uno en la prejuvenil, mientras tanto sigue siendo uno de los equipo que más pone a debutar a los muchachos en el fútbol profesional.

Habría que comenzar por devolverle el protagonismo a la Difútbol (Que sus campeonatos vuelvan a ser competitivos y de calidad) o crear, en su relevo, a la DIMENOR, para que, de una vez por todas, organice otro tipo de competencias más actualizadas con las exigencias actuales. ¿Cómo justificar, por ejemplo, la realización del torneo nacional juvenil de este año (para jugadores nacidos en el año 91), cuando los muchachos más adelantados de esas edades están "regados” en la A y la B del fútbol profesional?

Esta norma también ha servido para crear la generación del Limbo: ¿Cuántos muchachos se pierden y se frustran después de haber probado el dulce de la primera división? Es cierto que algunos pocos se han consolidado, pero ¿Cuántos abortaron sus procesos porque casi no jugaron arriba o porque llegaron antes del momento indicado?

Soy un convencido de que el buen jugador se hace notar, tarde o temprano. El tema de los menores, entre tanto, debe ser una política institucional de los clubes que le quieran apostar a eso. A los que no les guste, pues, que no les llamen jugadores a esas selecciones y listo. Ellos verán. Que cada quién se defienda como pueda y presente sus carta.

Pero no comparto la idea de acelerar los procesos, porque, en algún momento, los muchachos terminan por manifestar los vacíos en su formación deportiva, y seguramente con un costo mayor y de manera inoportuna.

agarizabalo@hotmail.com


jueves, 18 de junio de 2009

ANTONY TAPIAS (Segunda Parte)

Viaje a la Semilla (5)



Por: Agustín Garizábalo Almarales.


Porque no es sólo la manera de caminar por el barrio y exhibir esa pose de recién caído del cielo, sino también ese rosario de imágenes que se lleva por dentro. Nacer y vivir frente al estadio Metropolitano de Barranquilla, en plena Ciudadela 20 de julio, convertida en un hervidero humano desde el atardecer de los miércoles cuando se juegan partidos, salir a la avenida y encontrarse de golpe con ese ambiente festivo, esa música estridente desde los cuatro costados, esa hilera de estaderos, carros de comidas rápidas, restaurantes, estancos de licores, sitios para el convite, espacios diseñados para la juerga a flor de piel, porque siempre habrá disposición en el ánimo de los vecinos de ese sector para inaugurar el regocijo, porque esa arteria huele a domingo eterno, a Junior tu papá, a goles, a fiesta. Porque nacer y vivir a la orilla de ese río estruendoso donde se respira fútbol 24 horas al día, también implica aceptar el destino inevitable de ser de esa manera y no de otra. Porque ese goce y ese estilo de darle rienda suelta a la alegría se lleva impregnada en el alma y entonces no queda otro remedio que entregarse. No puede ser de otra forma: es la esencia de nuestra manera de ser caribe.

Nadie ignora lo que influye el entorno en la percepción vital de un ser humano. Somos producto de la herencia familiar, las costumbres, la educación y el ambiente. También de lo que pensamos a diario: ¿Cuáles son nuestros más caros deseos? ¿Qué vemos reflejado al otro lado del espejo? ¿Cuál es nuestra búsqueda? Si a los quince años nuestro sentido de la vida se orienta hacia un carro lujoso, un palacio imponente, los placeres sensuales y el desenfreno, banquetes para los amigos, deleites para los seres queridos, poder y dinero para convertirse en el centro del universo, no pasará mucho tiempo sin que aparezcan las dificultades en cualquier carrera profesional que se emprenda. Amor es tiempo dedicado, horas de pensamiento y acción. Triunfar en una actividad implica consagrarse en cuerpo y alma a esa búsqueda. Cuantas menos distracciones mejor.

Algunos deportistas con enorme potencial para ser grandes figuras se dejan seducir por esos cantos de sirena. Al principio hacen lo que tienen que hacer para alcanzar significativas cotas de rendimiento, pero su meta inmediata es el disfrute pendenciero, extasiarse y claudicar a tentaciones; entonces se dedican a pensar en otras cosas: ya es más importante la ilusión de un nuevo auto, la conquista de aquellas voluptuosas barbies que atosigan sus sueño, atesorar advenedizos amigos de la farándula y aparecer en trasnochados sitios con gente poderosa y excéntrica sorteando la dudosa reputación del gusto por la noche.

Quizás un poco de esto le ocurrió a Anthony Tapias durante sus fallidas incursiones en el Deportivo Cali profesional. Varios ensayos, algunos torneos, escasos goles, o mejor, golazos que todavía conservamos en la retina, pero, finalmente, no se pudo consolidar. Ahora, en cambio, parece consciente de esa realidad y ha tenido una temporada, en el Chicó, con gran regularidad en su rendimiento y suele aparecer, con alguna frecuencia, rompiendo redes con sus misiles característicos. Sin duda su mejor año. Quizás se ha apoyado en la ternura de su bebita y en los requerimientos de un hogar. A lo mejor ha ido superando esas emociones locas de la adolescencia; él bien lo sabe, porque tonto no es.

Lo que pasa es que ahora tendrá que hacer un doble esfuerzo para sostener ese equilibrio personal adquirido porque su historia está marcada por ese magnetismo del entorno que lo seduce poderosamente. No es sino que llegue a su casa para enseguida correr y ponerse una pantaloneta y salir de lo más relajado a sentarse en el sardinel de la esquina con los amigos de la gallada. Y no es que esto último esté mal. No señor. Es una actividad social muy válida y necesaria cuando se regresa al barrio, pero ocurre que a Anthony se le venía olvidando también lo otro: que ya él es un hombre reconocido, que su proceder entra en la lupa del escrutinio público, que ya no es el mismo, que tiene que reprogramarse, que irremediablemente hay episodios que le marcan la vida a uno y tiene que adaptarse lo quiera o no.

Y, ¿Qué será lo que echa a perder el frágil comportamiento virtuoso de estos fogosos chicos? ¿Un fracaso? No. Su karma es el éxito. Un golazo, un título, o una demostración de poderío y sapiencia los manda al delirio. Porque también es una conducta aprendida, porque en medio de todas esas penurias económicas, frustraciones sociales y privaciones propias de la gente humilde, cuando satisfacciones hay muy pocas de verdad, ganar un partido de fútbol de categoría infantil equivale a un Potosí, significa conquistar un reino negado, y entonces hay que lanzarse a celebrar: el club entero, el barrio, la familia, incluso, nosotros los profesores, en un torbellino fascinante de comida, bebidas espirituosas, baile, amanecida y nadie se ha dado cuenta de que los chiquillos están absorbiendo todas esas vivencias mientras juegan en la misma sala donde sus padres cantan en coro, con sus convidados, una ranchera de Vicente Fernández. No faltará el niño que se duerma, vencido por el fresco de un abanico, en un sofá al lado del equipo de sonido a todo timbal.

Recuerdo la primera vez que se hizo veeduría en la ciudad de Barranquilla, unos años antes, incluso, de aquella anécdota que narramos de Nelson Gallego (“Sacálo, que no me deja ver a los demás”): los profesores Carlos Burbano y Ricardo Martínez, fueron atendidos en Pollos Arana por los directivos de San Judas Tadeo y no pararon de hablar en aquel almuerzo, con el padre Iván Osorio, sobre Anthony Tapias: Que lo iban a invitar a un torneo en Chile, que era preferible frenarlo que fustigarlo, que esa chispa adelantada no estaba nada mal mientras se utilizara para ganancia, que todas esas experiencias de la vida callejera son válidas en la medida en que se aprovechen y se capitalicen. Uno puede terminar condenado por su historia sino es capaz de sustraerse de sus taras. Pero también puede alcanzar una gran sabiduría si logra atesorar, de esos mismos desatinos, las pistas y señales que le marquen el verdadero camino.


NOTA: Con esta reflexión, concluimos el primer ciclo de la serie Viaje a la Semilla. Quedan pendientes, entonces, para una ocasión venidera, y en la medida en que los propios jugadores ameriten con sus logros esa posibilidad, las historias y detalles de una nueva camada: Michael Ortega, Gustavo Cuellar, Luís Fernando Muriel, Luís Payares, Javier Espitia, Jonathan Palacios, Abraham Restrepo y Víctor Arguelles. Sigo pensando que todos estos muchachos de la Costa Caribe han cumplido cabalmente con lo único que les he pedido: Que no me hicieran quedar mal.

Muchas Gracias.

agarizabalo@hotmail.com

ANTONY TAPIAS




Viaje a la Semilla (5)


Por: Agustín Garizábalo Almarales


Mis primeros jefes inmediatos en el Deportivo Cali fueron académicos: Carlos Julián Burbano, Ricardo Martínez y Néstor Otero. Cuando nombraron a Nelson Gallego director de las Divisiones Menores, me llené de temores. Porque siempre he percibido que los ex-futbolistas son como muy solidarios entre ellos y con tantos amigos que Gallego tendría por acá hasta podía peligrar mi puesto; y, además, esa manía que se gastan de creer que son los únicos que tienen derecho de seguir beneficiándose del fútbol, que los que “saben” son los que jugaron profesional, y me estaba atormentando con todo eso, cuando llega Gallego y me sorprende, no sólo dándole un mayor impulso a mi labor con un verdadero espaldarazo, sino que abrió las puertas para que, definitivamente, los jugadores costeños se consolidaran en el Deportivo Cali, y me encuentro de paso con un hombre amplio, desprevenido, cultor del buen fútbol, que no se daba problemas con el tema de la talla, que era amigo de los jugadores y que respiraba fútbol las 24 horas.

De manera que en la primera actividad de veeduría no dejaron de aparecer las sorpresas. Teníamos organizados unos grupos con jugadores de toda la región que había preseleccionado los últimos seis meses, y estaban todos los invitados de Valledupar, Cartagena, Riohacha, Santa Marta, Sincelejo y por supuesto, Barranquilla. Incluso, hasta trajeron del Urabá Antioqueño a un chiquitín escuálido al que le decían “Necoclí”, y que resultó siendo nadie menos que Juan Guillermo Cuadrado.

A los cinco minutos me llama Gallego y me pregunta: “¿Vení, ese volante de qué año es?” – Se refería a Anthony Tapias- “Del 87”, dije. “Sacálo, que por estarlo viendo a él no veo a los demás. Ese me lo llevo yo”. Quedé de una pieza. Cómo así. Conocía la fama de los paisas de que son muy ligeritos de palabras, pero esto era el colmo, “¿No será un paisa culebrero?”-dudé.

Porque yo sabía lo difícil que era hacer llegar un jugador al deportivo Cali, todos los trámites que había que hacer, todas las vueltas cumpliendo con los requisitos para que todo llegara en orden. Se notaba que acababa de conocer a Gallego, no tenía idea de que venía comisionado por el propio Humberto Arias y que sí podía darse esos lujos de escoger a dedo basado en su experiencia y recorrido y en ese ojo que, por primera vez lo supe, es un don que tenemos algunas personas.

Al día siguiente el señor Abel, papá de Anthony Tapias, se me acerca preocupado, que cómo así, van dos días de veeduría y el pelao apenas ha jugado 5 minutos, que qué tenía el profe contra él. Yo me le arrimé a Nelson y le dije e voz baja que si lo podía meter siquiera un ratico para que calentara los huesos, apenado como estaba con el papá, y me salió con esta joya: “No, no, ¿Qué tal que se lesione? ¿Usted cree que yo voy a llegar a Cali diciendo que encontré a un jugador fuera de serie, pero que lo dejé lesionado en Barranquilla?”.

Bueno, finalmente se cumplió con la actividad organizada durante esos 4 días y quedaron anotados, además de Tapias, Gary Solano (lateral izquierdo), Andrés Uhía (Volante 10) y José De Ávila, (arquero). A los quince días, vía terrestre, viajamos con el grupo a la ciudad de Cali y después de 32 horas de viajes, por derrumbes y trancones, pudimos acomodarnos en casa hogar. Llegamos un viernes, pero fíjense cómo son las cosas cuando van a pasar, el domingo, por esas coincidencias del destino, estaba programado un partido preliminar entre un grupo del Deportivo Cali juvenil y un equipo de Antioquia que andaba por esas tierras, EL Copebomba.

A Nelson Gallego se le ocurrió que, bueno, cómo los directivos estarían en los palcos, pues, que mejor momento para hacer la presentación en sociedad de los pelaos que él había escogido en Barranquilla. De manera que ahí estaban: Uhía hizo las delicias del público con sus gambetas cortas y pases claros, Gary Solano sorprendió a todos con sus centros precisos, el arquero De Ávila tuvo la oportunidad para lucirse y Tapias empezó a mostrar lo que era con un soberbio remate que se estrelló en la base del vertical y puso de pie al público que ya poblaba las tribunas. Definitivamente Gallego se había traído una banda.

Pasó a integrar el equipo prejuvenil del Cali en la Liga del Valle, al lado de Freddy Montero, dirigido por “Checho” Ángulo, quién, desde ese momento, pasó a ser una persona clave en su proceso de crecimiento. “Checho” es de los pocos que le puede hablar en la oreja con la certeza de que va a encontrar un oído abierto. Y halló en Alberto Valencia, delegado del equipo, ese apoyo protector de padre y amigo, de aliado y mecenas, cuando las circunstancias lo ameritaban, tan necesario en estos casos.

De modo que el proyecto estaba montado: Por un lado, Nelson Gallego, con sus entrenamiento especiales para que el muchacho aprendiera a pegarle más fuerte y mejor aún al balón, porque es, a no dudarlo, el jugador que en estos momentos y por varios años, mejor y más fuerte le pega a la pelota en el fútbol colombiano, después de aquél inacabable Carlos Emilio Rendón; pero además, se da el lujo de jugar con elegancia, con claridad, con una prestancia, como dice el propio Gallego, muy parecida a la del maestro Jairo Arboleda. Pero, entonces, ¿Qué ha pasado con este jugador?.... Ya tendremos espacio para ensayar una explicación muy cercana a su realidad.

Desde el mismo día en que el cura Iván Osorio, quien lo descubrió a los siete años, me invitara a que fuera a verlo, sabíamos que estábamos en presencia de un futbolista como pocos, porque casi caminando era capaz de marcar diferencia. Y cierta vez, en la cancha de la Magdalena de Barranquilla, estábamos tomándonos unas cervezas con el papá y con el padre Osorio, porque el partido se había suspendido por lluvia, y en el reinicio, en sólo diez minutos Anthony Tapia arregló todo con gambetas y golazos, remontando un marcador adverso, y yo, en ese mismo momento, entusiasmado, ante la incredulidad de los presentes, hice lo que nunca quizás he vuelto a hacer: “Este es el jugador que estoy buscando”- dije.

Allí quedaba esa promesa. Estábamos hablando delante de un niño de 13 años. Por supuesto, para mi fortuna, se pudo cumplir más adelante cuando Anthony fue invitado al Cali. Pero, ¿Dónde quedó el ofrecimiento tácito de Tapias de ser el mejor jugador de Colombia? Nadie duda de sus enormes condiciones.
Todos estamos a la espera, todavía, de que este muchacho, algún vez, se consolide como el futbolista fuera de serie que tendría que ser.


agarizabalo@hotmail.com




EDGAR “PIPE” PARDO (Segunda Parte)




Viaje al a semilla (4)


Por: Agustín Garizábalo Almarales




En alguna fecha del fútbol profesional colombiano del 2004, fui invitado a Cartagena por don Humberto Arias. Yo andaba buscando a nuestro presidente por los pasillos del hotel Caribe cuando, accidentalmente, me metí en un salón donde estaban hablando varios jugadores con Oscar Héctor Quintabani, a la sazón, director técnico del Deportivo Cali. Quintabani en cuanto me vio me hizo una seña para que lo esperara.

Después vino a preguntarme que si era cierto que le estaba haciendo seguimiento a un delanterito de Valledupar que era así y asao. Por la descripción que me hizo enseguida le dije: -“Claro, ese es Pipe Pardo”.
-“Bueno, acelerá las vueltas porque te lo van a tumbar”. Me comentó que la noche anterior había escuchado que unos empresarios estaban a punto de llevárselo para Argentina, pero se enteró, igualmente, de que el pelao estaba en tratativas con un representante del Cali, que era yo.

Llamé enseguida a Karim Gorayeb y me autorizó para que hiciera todo lo que tuviera que hacer para asegurar a ese jugador. Muy temprano me fui a Valledupar y hablé con Edgar Pardo, el papá de PIPE, quien me dijo “Claro, sí hay un interés de unos empresarios argentinos para llevarlo al River Plate, pero ya yo tengo empeñada la palabra con usted, profesor”. (Recuerden las historias del la nota pasada, la Rifa el burro y todo eso).

De modo que empezamos a coordinar el viaje del muchacho para esa misma semana porque, dentro de la estrategia ideada por Karim, estaba una invitación a la ciudad de Cali. Pardo jugaba en esos momentos en el club Las GAVIOTAS de Valledupar, a donde había tenido que desplazarse su papá, por motivos laborales, siendo funcionario del Ministerio de Justicia. Yo tenía los tiquetes aéreos en mi poder y Pipe debía viajar el lunes, pero ese sábado cumpliría con un último partido en tierras vallenatas.

El lunes estoy viendo un partido en una cancha abierta y se presenta el señor Pardo cariacontecido para decirme que el Pipe se había lesionado de la manera más absurda. Fue a cobrar un tiro de esquina y quedó con una molestia muscular; al parecer, nada para preocuparse. De todos modos lo llevaría al médico, como control. Al medio día vuelve el señor Pardo ahora sí con una cara de tragedia y yo no entendía, me dijo: “La cosa es de cuidado, imagínese que es de operación”. ¿Cómo así? – quise saber. No supo explicarme. “De todas formas yo me voy a asegurar y me lo llevo esta tarde a Bogotá que allá tengo unos amigos especialistas para que lo vean” – agregó Pardo.

De Bogotá me llamó casi llorando el señor. Que no era posible que una jugada tan inofensiva terminara en la posibilidad del quirófano. Había pedido, incluso, una junta médica y el diagnóstico fue el mismo: Una lesión delicada con el temible nombre de: “Avulsión de la espina iliaca, lado derecho”. Entre tanto, yo me reporté con Alfonso Vásquez, secretario deportivo, para que aplazara los pasajes para otro día y al informarle lo que estaba ocurriendo, me pidió que le dijera al papá del pelao que se comunicara con él. Así se hizo y lograron establecer una comunicación entre el jefe médico de Bogotá y el médico Juan Andrés Mosquera del Deportivo Cali, en una conferencia telefónica que duró más de 40 minutos.

Conclusión: No lo operen, mándenlo para Cali que allá se haría la recuperación con terapias continuadas y rigurosas; de hecho, a Pipe Pardo le tocó irse a vivir a Cali, a casa hogar, con el apoyo de un grupo de profesionales de la salud y de Karim Gorayeb, directivo de las divisiones menores, quien, confiando en mi palabra de que Pardo era un excelente jugador, se encargó de gestionar ante el comité ejecutivo del Deportivo Cali para que el club asumiera aquel tratamiento tan costoso. Por algo, algunos meses después, cuando estuve en Cali, don Marino, administrador de casa hogar, me dijo en tono de broma: “Oiga, ¿y este muchacho quién es? ¿Ronaldinho o qué? Ya lleva tres meses comiendo y durmiendo aquí y nadie lo ha visto jugar todavía” Y claro, lo vieron jugar: Un mes después ya había anotado 12 goles en 6 partidos y el profesor Carlos Arango estaba muy feliz con él.

Y sí estuvo en el River Plate de Argentina, pero muchos años antes, cuando apenas tenía 8 años, participando en un mundialito con el club FAIR PLAY de Bogotá, llevado por Silvano Espíndola y Radamel García. Allá se interesaron en él y en Falcao García. La idea era que, de ser posible, se quedaran de inmediato. Lo de Falcao se consolidó, como ya se sabe. Lo de Pipe Pardo no pudo ser porque, en ese entonces, viviendo en Bogotá, su madre, una chocoana inmensa y esplendorosa, doña Cielo Castro, psicóloga de profesión, intelectual y humanista por vocación, fallecía sorpresivamente y Pipe tuvo que regresarse a Colombia. En ese momento era hijo único y su padre no quiso que se fuera de su lado.

Desde entonces, empezó un periplo por diversas regiones del país: Había nacido en el Chocó, de donde se trasladó a los 3 años a Bogotá; su padre es samario, su madre era chocoana. Durante varios años vivieron alternadamente en Barranquilla y Valledupar, para luego venir a la capital del Valle del Cauca. Esa combinación de lugares y culturas le ha dado un tinte diferente a su manera de actuar y realmente es muy difícil identificar de buenas a primeras de donde es este muchacho, aunque él dice sentirse feliz presentándose como barranquillero, igual que su padre.

Y claro, había quedado ese asunto pendiente y alguna vez vinieron de Argentina a finiquitar esa propuesta que habían hecho años antes. Pero ya Pipe había asistido a un Festival de Intercampus en la ciudad de Cali y las instalaciones de Pance lo habían deslumbrado; tanto así, que su tío Armando “Ringo” Amaya, ya lo tenía palabreado para otro club importante del fútbol colombiano y fue el propio niño quién le dijo: “No señor, yo voy es para el Cali”.

El asunto estaba definido: La oferta de River era tentadora, pero pudo más el vínculo afectivo que Pipe adquirió con algunos compañeros que conoció durante el torneo de Compensar y también, por supuesto, el deseo del padre de que no se fuera a jugar tan lejos.

Total, -como me dijo el señor Pardo-, el Deportivo Cali es un club tan importante como esos clubes grandes de Argentina.


agarizabalo@hotmail.com

EDGAR “PIPE” PARDO



Viaje al a semilla (4)

Por: Agustín Garizábalo Almarales

Con Pipe Pardo me tocó hacer “La Rifa del Burro”. “La Rifa del Burro” es la historia del hombre que una mañana pagó cincuenta mil pesos por un burro y cuando fue a buscarlo, en la tarde, le dijeron que el animal se había muerto.

- Y ¿Ahora qué hacemos? – Le preguntaron.
- Bueno, devuélvanme la plata.
- Hombe, lo que pasa es que cuando usted entregó el dinero enseguida
lo utilizamos para pagar unas deudas.
- Bueno, pero entonces denme el burro.
- Y ¿qué vas a hacer con un burro muerto?
- Pues, una rifa.

De modo que el hombre se ingenió una rifa de cien números, a mil pesos cada uno y la vendió toda.

- ¿Y nadie se molestó? – Le preguntaron.
- Claro, el que se ganó la rifa, pero como expliqué que el burro se había muerto – dijo el hombre- yo le devolví la plata al comprador. Tome sus mil pesos y no ha pasado nada. Gracias…

Esta pequeña historia sugiere que hasta del momento más adverso se puede sacar una ganancia. Nuestro hombre no sólo recuperó sus cincuenta mil pesos invertidos, sino que además se ganó cuarenta y nueve mil pesitos, que no vienen nada mal. Con Pipe Pardo me ocurrió algo similar: claro, que sin el descaro del final.

Yo dirigía la Escuela Barranquillera de Fútbol y en un torneo infantil, en Valledupar, tuvimos que enfrentar, en la semifinal, a la Escuela TIBURONES, también de Barranquilla y ese día el Pipe nos anotó dos goles. Pregunté que quién era porque no lo conocía y me dijeron que era primo del “Ringo” Amaya. Después, en el campeonato regular de la Liga del Atlántico, cada vez que nos enfrentábamos, el pelao nos "vacunaba" con uno o dos goles pero siempre se hacía presente en el marcador, hasta cuando, en la final del torneo ASEFAL de 2003, en el Estadio Metropolitano, precisamente volvimos a enfrentarnos estas dos Escuelas y ahí sí dije: “Bueno, esta paternidad se acaba hoy”.

Con una cancha tan grande, dispuse una estrategia para que la defensa de mi equipo esperara en su propia zona, cosa que Pipe Pardo no tuviera los espacios que requería para su mortal pique, el cual había mostrado hasta la saciedad a lo largo de ese torneo anotando 11 goles, sin meter los de la final. Y hasta tuve la osadía de criticar al profesor Chiche Maestre, técnico del Loperana, porque en el partido anterior había decidido adelantar sus líneas para apretar a Tiburones y en tres contragolpes Pardo los había acabado. Y bien recuerdo las palabras que le dije al Chiche: “Parece que no lo conocieras dándole todos esos espacios”

Bueno, pero esta vez, con seis defensas y el arquero, esperando, pensábamos que lo controlaríamos; pero, definitivamente, no había nada que hacer: Un rechazo de su compañero Donaldo Lugo, “el Chonti”, defensa central, espigado y con una patada de dinamita, puso a correr a Pardo en una pelota dividida: El balón dio un bote hacia el costado derecho, mis defensas intentaron atraparlo, agarrarlo, enlazarlo, pero nada, todos parecían de papel; Pardo atravesó por entre ellos como una exhalación y fusiló al arquero.

Después comprobamos con terror que casi no había forma de detenerlo. Estaba por encima de la categoría y sería el dolor de cabeza durante todo el partido y hasta anotó el tercer gol en un contragolpe letal, cuando ya mi equipo había quemado los barcos subiendo las líneas y nos cogió mal parados, nada menos que en la media cancha: “Papita pal loro”, como dicen los antioqueños. El partido culminó 3 por 1 y los Tiburones se coronaron campeones ganando todos los juegos, - ¡Carajo! – Me dije – Con este es mejor hacer “La Rifa del Burro”.

Así que, desde ese momento, empecé a organizar las vueltas, de una vez por todas, para traérmelo para el Deportivo Cali, (“Si no puedes con tu enemigo, únete a él”, reza el adagio); pero había que convencer especialmente a su padre, reacio a que su hijo se fuera de su lado y ya sabremos por qué. Claro, no sin antes tener que soportar las miradas irónicas del profesor Chiche Maestre, quien como siempre, en su decencia, no dijo nada, pero en sus ojos se adivinaba una frase de revancha: “Aja, parece que no lo conocieras, jejeje”.

Con ese antecedente de excepción, sugerí que a Pipe Pardo lo invitaran a la primera Copa Compensar en Bogotá para que jugara con el Cali, categoría 90, de hecho veníamos referenciádolo hacía un par de años, pero me dijeron que no. Se trataba de un torneo experimental de Fútbol 8 en cancha sintética, no obstante sólo podían ser inscritos 16 jugadores y ya el Cali tenía su nómina completa. Igual, entonces, lo invitamos para que nos acompañara con la Escuela Barranquillera como refuerzo. El Torneo era invitacional y participaban 14 equipos de divisiones menores de los diferentes clubes profesionales. Sólo la Barranquillera y la Sarmiento Lora participarían como equipos aficionados.

Pero el papá de Pipe casualmente tuvo que realizar unas diligencias en Bogotá y encontró que el Deportivo Cali se había anticipado una semana para aclimatarse y comprender las reglas del juego y el señor Pardo se presentó con el muchacho al entrenamiento dirigido por los profesores Henry Caicedo y Jonatan Velasco, quienes, al saber de quien se trataba, invitaron al chico a hacer fútbol con el grupo, pero igual se sabía que competiría con la Escuela Barranquillera, la cual sólo llegaría a Bogotá con 15 jugadores porque Pardo nos estaría esperando allá.

Sorpresivamente el día del viaje, en la sala de espera del aeropuerto de Barranquilla, recibo una llamada del delegado del Cali, Gustavo Rojas; me decía que se había presentado un impasse: A última hora se les había lesionado un delantero y necesitaba que autorizáramos la inscripción de Pardo con ellos. Me tocó convencer a Carlos Bolívar de que, si bien Pipe era nuestro refuerzo, no era menos cierto que la idea de invitarlo a Bogotá era, precisamente, para que los técnicos del Cali lo vieran, y esta solicitud que nos hacían ahora acercaba mucho más rápido al jugador. Tuvimos que buscar a un muchachito bogotano amigo para que llenara ese cupo.

Finalmente, Cali sería el campeón de ese torneo. Pipe Pardo mostraría sus condiciones como gran jugador y por esa razón fue invitado unos días de vacaciones a la ciudad de Cali, quedándose en las casas de algunos compañeros de equipo. Todos muy felices con el costeño. Definitivamente al que le van a dar le guardan.

Nadie sospechaba, en ese momento, que a este joven de ancestros chocoanos pero con alma del caribe, la divina providencia le tenía reservada una desagradable sorpresa.



agarizabalo@hotmail.com

ARMANDO CARRILLO (Segunda Parte)

Viaje a la Semilla (3)

por: Agustín Garizábalo Almarales
Contrario a lo que pudiera pensarse de un muchacho así, exagerado y ansioso como todo adolescente, Armando Carrillo optó por la paciencia de esperar unos cuantos años de trabajo para alcanzar el sueño de ser profesional. Al verlo interesado en el proyecto que yo le ofrecía, lo comprometí a que cumpliera con una última asignatura: Demostrar, en seis meses, que estaba dispuesto a someterse a los rigores disciplinarios hasta adquirir una serie de hábitos que le permitieran relacionarse mejor con su entorno futbolístico; para ello, contaríamos con el apoyo de aquellas personas con las que estábamos reunidas; ellas se encargarían de supervisar ese proceso de crecimiento y de avalar los progresos del jugador.

De modo que en esos seis meses estuve muy alerta. Hablaba periódicamente con los profes. Tres veces regresé a Valledupar. La tercera vez doña Alma Carrillo, tan querida, me invitó a que me bajara en su casa durante varios días y allí pude apreciar que era una madre amorosa, abnegada, pero firme con sus hijos. Como le tocó hacer de padre y madre al mismo tiempo, las expresiones de su amor estaban matizadas por la exigencia y la autoridad, contrario a lo que yo había imaginado, porque se me había dicho varias veces que la señora dejaba a sus hijos solos. Pero no.

Entonces ahí percibí un detalle esencial que he tenido muy en cuenta a la hora de inclinarme por un jugador: Ninguno de estos muchachos tienen deudas afectivas; podrán venir de un hogar muy humilde o de una casa estrato seis, pero todos tienen un entorno afectivo garantizado; sus familias están pendientes de ellos, les llaman a diario, los apoyan en la distancia y, para este caso, la señora Alma, su madre, y Beto y Laura, sus hermanos, significaron desde siempre esa fuente de inspiración para este joven vallenato que llegó a conquistar la tribuna verde y blanca con sus goles, desbordes y diagonales.

Después vino la final nacional prejuvenil en Lérida (Tolima) donde Carrillo se destacaría como uno de los goleadores del certamen. Estando allí tan cerca se aprovechó para que se viniera en el bus con la Selección del Valle, acompañado por el veedor nacional Jorge Gallego, pues había sido invitado como refuerzo para el equipo del Deportivo Cali que participaría dentro de una semana en la copa AFISA que se llevaría a cabo en la Sultana del Valle. Allí se constituiría en la figura del cuadro verde y por tal razón se autorizaron los trámites para que se quedara de inmediato adelantando su proceso de formación.

- Y ¿Por qué le dicen “La Perra”? – Alguien había preguntado. Lo supe unos días después indagando con discreción aquí y allá:

Resulta que cuando tenía unos diez años quizás, tomaba el balón y era tan difícil de quitárselo que arrancaba a correr y dejaba un reguero de muchachitos en el camino, los cuales emprendían una infructuosa persecución tratando de alcanzarlo. A alguien con imaginación se le ocurrió que ese cuadro era similar a cuando una perra está paría y va adelante y todos sus cachorritos detrás. Entonces un atrevido, de esos que nunca faltan, le grito:
“¡Buena, Perra paría!”.

Para Armando Carrillo eso fue toda una tragedia. Fueron muchas las peleas tratando de hacerse respetar, pero ya saben lo que ocurre cuando uno trata de quitarse un apodo a la fuerza: Termina por afianzarlo. Habían descubierto una debilidad en ese gran jugador y por eso la barra del INSPECAM, cuando jugaban las finales intercolegiales contra el LOPERENA, donde actuaba Carrillo, llevaba al estadio una perra viva y se la mostraban al pelao cantándole aquél pregón de Alejo Durán a golpe de tambor:
“Ahí viene la perra/ La que me iba mordiendo…”

Carrillo cogía rabia y ese día, intentando cobrarse la ofensa, terminaba “embaldao” y botando varios goles imposibles. Esa estrategia les dio resultado en varias ocasiones a los rivales. Hasta cuando, finalmente, hubo la necesidad de convencerlo de que aprovechara ese apodo para parecer más temible ¿Qué más podía hacer?

Pasó a ser simplemente “La Perra” y entró a hacer parte de esa fauna insólita del fútbol profesional colombiano al lado del “conejo” Jaramillo, “el gato” Pérez, “la gallina” Calle, “El Chigüiro” Benítez, “el piojo” Acuña, “el gamo” Estrada y “el Pitirri” Salazar, entre tantos otros que domingo a domingo sacan a relucir sus sobrenombres como héroes de lucha libre.

Pero un buen día nos sorprendió a todos cuando, estando en la Selección Colombia prejuvenil, dijo, en su primer reportaje para el Diario Deportivo, a escala nacional, unas palabras que fueron utilizadas como titular de la nota:

-“Perra no hay sino una”.

Una vez más había ganado la mitología y la leyenda en este deporte de fábula.

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ARMANDO CARRILLO



Viaje a la Semilla (3)

Por: Agustín Garizábalo Almarales

Tomé un taxi en la terminal de transporte en Valledupar para ir a un hotel y el taxista, hombre de facciones rudas, al ver que yo llevaba puesto un broche con el escudo del Deportivo Cali, quiso saber en qué andaba por esas tierras. Cuando se enteró de que mi trabajo era encontrar buenos jugadores enseguida me dijo: “Pregunte por un pelaíto que le dicen La Perra”.

Al día siguiente les advertí a mis anfitriones, los profesores Chiche Maestre, Gabriel Suévis y Gabriel Corrales, organizadores de la actividad de veeduría, que no me recomendaran a nadie, que yo vería por mi propia cuenta. Se notó desde el principio que habían hecho un buen trabajo de preselección, porque los grupos se veían equilibrados, con buena disposición técnico-táctica en el terreno. En el tercer partido de ese día descubrí algo extraño: un muchacho delgadito y medio desgarbado, con unos movimientos asombrosos, unas diagonales, unas apariciones sorpresivas y… unos goles. Llamé al profesor Suévis y le pregunté: -“Oye, profe, ¿Y ese es La Perra?”. Escandalizado me ripostó: -“¡Aja!, y ¿Quién te dijo?”.

Bueno, pasaron tres días de observación y, mientras tanto, íbamos organizando una lista de preseleccionados -varios me habían llamado la atención, pero, indudablemente, quien marcaba diferencia era el delantero-; se trataba de armar un par de grupos para un último y definitivo partido. Así se hizo y se escogieron 22 jugadores. El domingo en la mañana, día crucial, llegaron sólo 21. Adivinen quién faltó. Pues sí: La Perra. -¡Carajo! Y ¿qué le pasaría a ese muchacho? – pregunté. Alguien detrás mío dijo: -“Ni lo espere, profe, ese pelao, vea, ayer se estaba pegando sus cervecitas en el concierto de Moisés Angulo y La Gente del Camino”.

Me entristeció esa realidad: ¿Cómo era posible? ¡Un niño de 14 años! (Carrillo siempre me juró que eso fue mentira). Además, recordé, en ese momento, que el profesor Yuri Espitia, cuando era entrenador del Industrial y participaba en los intercolegiales, ya me había hablado de ese jugador, que los había goleado y era imparable, me dijo. No faltó quien tratara de justificarlo: “Lo que pasa es que la mamá es comerciante y vive viajando a Panamá y el pelao queda solo, apenas con un hermano unos años mayor que él, y además, como el papá nunca lo reconoció…” Me enteré después de que Carrillo es el apellido materno.

Además, sentí tristeza por todos los jugadores costeños, pobrecitos. Estaba recién vinculado al Cali después de una capacitación que se hizo en Barranquilla, promovida por el empresario Helmut Wenin. Tuvimos la oportunidad de conocernos con el profe Carlos Julián Burbano y él, como director de las divisiones menores, se llevó mi nombre en su carpeta. Meses después fui invitado a participar en el programa nacional de veeduría, así que, desde ese mismo momento fui haciendo una pequeña lista de los jugadores más destacados de la región, de modo que, cuando, se hizo la primera reunión de veedores en Cali y el presidente de divisiones menores, el doctor Fernando Marín, me sacó aparte para preguntarme que si yo creía que en la costa había futbolistas talentosos, yo me apresuré a decirle: “¡Claro!, allá el talento se da silvestre como la verdolaga”.

Entonces me dijo esta joya: -“Mire, profesor, le voy a decir la verdad: Nosotros estamos “mamados” de los jugadores costeños, son muy desordenados, mujeriegos, pelioneros, tomadores de trago y chancucos para rematar” (Supe que, en esos momentos, en el deportivo Cali no había ninguno de esa región) Mientras el doctor Marín me hablaba, yo, secretamente iba descartando a los que tenía en mi lista imaginada: claro, había escogido a los mejores, a los que marcaban diferencia en las canchas, pero totalmente desorganizados en su vida personal. Salí de allí pensando: “Carajo, estos acá en Cali quieren jugadores de otro mundo”. Por lo pronto tendría que arrancar de cero; de mi lista no quedaba ni uno.

De modo que ahora Carrillo. Vinieron a decirme, al terminar el primer tiempo, que el muchacho había llegado, que si se cambiaba o qué. Por supuesto dije que no, imagínese ustedes. Al terminar el partido reúno a los muchachos, les hablo agradeciéndoles y digo: a partir de ahora quedan en veeduría, para seguimiento, los siguientes jugadores: José Moya, Javier Morales, José Morales y Osorio Botello. Vi la cara de amargura que hizo Armando Carrillo, quien se había acercado a escuchar. Despachamos a todo el mundo y me dijeron que había un sancocho en la cancha Panamá y nos dispusimos a ir con el profesor Suévis en su moto.

Íbamos por una avenida y en un cruce Suévis me dice: “Ahí está la Perra, mira” Efectivamente, estaba como esperando un bus con su mochilita de implementos en el hombro, lo saludé, me saludó con una cara muy triste, y pasamos. Después de recorrer varios metros más, algo me iluminó, no sé qué pasó, la divina providencia tal vez, así son las cosas cuando van a pasar y le he dicho a Suévis, hey, hey, devuélvete. Se echó a reír y me recriminó: -“¿Qué?, te condoliste o qué”. Yo entré a explicarle que un jugador así valía la pena quizás de hablar con él, darle otra oportunidad, quién sabe. Así que le dijimos que fuera a la cancha donde estaríamos y él entusiasmado se presentó, como a la hora, en un taxi, bien vestido, con ropa de calle. Buen síntoma, pensé. Habíamos propiciado una reunión con varias personas cercanas: El Profesor Luciano Nieto del Colegio Loperena, Chiche Maestre, su entrenador, Gabriel Suévis, preparador físico, Martha Liliana Toro, árbitro profesional, pero además profesora de Educación física del Loperena y como me habían comentado que Carrillo tenía problema con los árbitros, que discutía con ellos, pues quisimos que ella participara. Invitamos también a la mamá, pero se encontraba de viajes.

Me dijeron que el pelao era un poco díscolo, contestatario, que no se quedaba con nada. Goleador empedernido de todos los torneos, imprescindible si se quería ser campeón, pero el chico no tenía reparos para ponerse a jugar en cualquier cancha de fútbol, hasta con los más veteranos. También me dijeron que el Bucaramanga, a través de Kiko Barrios, estaba interesado en él y ya le habían hecho algunas propuestas. Yo empecé por ahí. Le dije: “Mire, joven, si usted se va al Bucaramanga, seguro que debuta como profesional en un año. Si vas para el Cali, en cambio, te tocará esperar unos cuatro años para llegar arriba, pero allá te van a enseñar a ser profesional, te van a educar, te van aumentar de peso, te van a convertir en un atleta. La pregunta es: ¿Cuántos tiempo vas a jugar profesional? ¿Prefieres debutar rápido, aunque juegues pocos años, o prefieres esperar y prepararte bien, y gozar después de una carrera larga y fructífera?

La disyuntiva quedó allí en el aire. Un impertinente interrumpió la meditación con la pregunta del millón:

-Oiga, y ¿Por qué es que le dicen “La Perra”, ah?


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ABEL AGUILAR (Segunda Parte)


Viaje a la Semilla (2)

Por: Agustín Garizábalo Almarales

Llegué a la ciudad de Cali acompañando a varios jugadores costeños que habían sido seleccionados por Nelson Gallego, como director de Divisiones Menores, en reciente visita a Barranquilla. Aproveché y pregunté por Abel Aguilar y lo que me dijeron me decepcionó: “No, profe, ese muchacho no llena el perfil para acá”. Al parecer, había pintado bien cuando llegó. Después se cayó anímicamente: Se veía lento, impreciso, falto de imaginación. Como volante creativo era poco lo que aportaba y por eso casi no participaba del juego. Sólo trotaba desalentado y se esforzaba por pasar desapercibido. Hablé con él. Era consciente de que no estaba en un buen momento, no sabía de verdad qué le había ocurrido. Lo sentí vencido, desconcertado. Tuve dudas: “¿Será que esta vez me equivoqué?”.
 
Con sinceridad lo digo: Con todos los jugadores que he apoyado, en un momento determinado, me he hecho la misma pregunta. Cuando Carrillo empezaba y le decían “Carrillito” y lo veía caerse frágilmente en vez de rematar, lo pensé. Con Freddy Montero, al verlo con ese trotecito frío e indiferente, los técnicos se quejaban; una vez Néstor Otero dirigiendo al Huila –donde Freddy estaba a préstamo- me comentó que ese pelao tenía mucha clase pero que jugaba sin ambición, salía como muy fresquito de la cancha. Le hablé por celular y se lo dije: “Freddy, lo menos que espera un técnico de un pelao de 18 años es que corra”. Yo atribuía esa falta de esfuerzo a un exceso de confianza; como FM había sido goleador en todas las categorías, a lo mejor pensaba que en el fútbol profesional le pasaría algo similar, pero ocurre que en el fútbol aficionado los defensas se equivocan con frecuencia y el Montero, con esa técnica depurada que tiene, enseguida les pasaba factura; en cambio, en el fútbol de arriba, no es suficiente con apoyarse sólo en providenciales errores.

De Pipe Pardo alguna vez me dijeron que era muy “tranquilote” y que el INCORA andaba detrás de él porque se adueñaba con descaro de una parcela. A Michael Ortega, en el semestre pasado, en la primera C, lo ponían a jugar 20 minutos y lo sacaban porque se estaba ahogando o se le ponían los labios blancos. Y así con los demás. Pero, irremediablemente, estas situaciones hacen parte del proceso de crecimiento, de ensayo y error, a que se ven sometidos los jugadores de valía. A todos ellos los admiro porque superaron con entereza y dedicación esos detalles impresentables.

Así que, no obstante y esas dudas sobre Abel Aguilar, hablé con Nelson Gallego para que lo viera. Yo seguía pensando que este muchacho tenía una pinta y un estilo similar al del “Chencho” Batista de Argentina y se lo dije al profe. Ese domingo de octubre se jugaría en el Pascual Guerrero un preliminar entre el Deportivo Cali de la C y Compebombas de Medellín y Gallego decidió poner a los costeños que acababa de traer. Además me permitió que invitara a Abel Aguilar. Lo puso a jugar en primera línea: “No se complique –le dijo- cuando la quites entrega corto y asegura, que esa es la primera función del 6”.

 
Como le fue bien en ese partido Nelson Gallego lo invitó a trabajar con él en un grupo especial que entrenaba en las primeras horas de la mañana. Como el gran fundamentador que es, Gallego les dedicaba tiempo exigente y de calidad a algunos talentos en el afán de pulirles el remate, la recepción, el pase y el regate. En esas estábamos cuando don David Arias (q.e.p.d), secretario deportivo, me dice que hable con el papá de Abel para que prolongue el convenio -que se vencía el 31 de diciembre- otro año más, porque querían seguir observándolo. Pero don Álvaro dijo que no, que ya tenía adelantado algunos contactos para llevarlo al Nacional una vez se cumplieran los plazos. Curiosamente fue el propio Abel quien se opuso a irse: dijo, con toda humildad, que en esos momentos era cuando apenas empezaba a aprender a jugar al fútbol y que se quedaba en el Cali así después no lo compraran.

Poco a poco se fue consolidando en un torneo local de categoría abierta organizado por una universidad. Hasta cuando, el 23 de diciembre, me llamaron del club para pedirme que hable de nuevo con Álvaro Aguilar, esta vez para darle una buena noticia:

-Álvaro, ¿Ya revisaste tu cuenta bancaria?
-No ¿Por qué?
-Ahhh, es que ya te consignaron lo del pelao.

En tres meses, de manera meteórica, Abel Aguilar había demostrado que se puede mejorar cuando existen los estímulos necesarios y la metodología adecuada.

En buena hora reencontraste el verdadero camino, muchacho.


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ABEL AGUILAR

Viaje a la semilla (2)


Por: AGUSTÍN GARIZÁBALO ALMARALES


En Cúcuta, en la final nacional infantil de 1997, se encuentra conmigo el presidente de la liga de Bogotá, don Álvaro Aguilar y me pregunta: -“Profe, y ¿Ya viste jugando a Kike?”. ¡Qué pena! No lo había visto. Pero, para salir del paso, le dije: -¡Ah, claro, como no!, tiene lo suyo el pelao”. Me preguntó porque él es el padre de Abel Aguilar, y en esa época Abelito hacía parte de la selección infantil del distrito capital, siendo un cachaquito medio escuálido al que le decían “Chitiva”, pero yo andaba pendiente de otras cosas, siendo, como era, parte del cuerpo técnico de las selecciones Atlántico.

En el año 2000, en cambio, en la final nacional prejuvenil, en Lérida (Tolima), me aborda nuevamente don Álvaro y me invita a conversar en el salón de audiovisuales de la Fundación Minuto de Dios donde las delegaciones estaban bajadas, y esta vez sí me interesé porque ya yo trabajaba como cazatalentos del Deportivo Cali, y después de indagarme sobre mi nuevo cargo, me dice que si hay algún pelao de la Selección Bogotá que me llame la atención, que si es así no hay problema, porque los equipos de la capital no le paran bolas a los jugadores de esas categorías, y bueno, yo otra vez para salir del paso le dije que sí, que claro, que me había gustado el número 7, y él enseguida lanzó un grito: “¡Pero cómo!, ¡Si ese es el Kike!”. Miércoles… Me lamenté secretamente. Por andar diciendo cosas a la ligera ahora me estaba comprometiendo: –“Espere, espere- Le dije apenado; Me gustaría mañana echarle una mirada más individualizada y entonces sí le digo mi verdadera opinión”.

Al día siguiente estuve desde temprano con mi lupa en la cancha y sí, el pelao marcaba diferencia: jugaba de volante de creación, pero aparecía por toda la cancha, era líder, quitaba, metía pase gol, remataba al arco, tenía buena pinta, buena talla y todo, como les gustan en Cali, me dije. Y tuve la buena suerte de que el veedor nacional (porque entonces yo era sólo el veedor de la Costa Norte), el profesor Jorge Gallego, había sido enviado a ver esa final y acababa de terminar el partido y me encuentro con él y le pregunto que cómo le pareció, que quién le había gustado y me dijo: “Pues, el siete”, y yo aproveché para decirle que ya tenía ese negocio adelantado, que era amigo del papá, que a la vez era el presidente de la liga bogotana. El profe Gallego, con esa humildad que le caracteriza me ha dicho: “Pues, hágale, profe, no hay problema, termine esa vuelta”. (Me cedió esa “palomita” que a él le correspondía). Charlo entonces con Álvaro Aguilar y le tiro toda esa historia que manejamos lo veedores: que hay que hacer un seguimiento, que hay que esperar, que tal y pascual.

Pero, fíjense cómo la vida gira y se acomoda para propiciar las precisas casualidades para que ocurra eso que llamamos suerte: Dentro de una semana se iba a celebrar en Cali la primera Copa AFISA (un torneo organizado por el deportivo Cali), y el profe Gallego me había dicho que nuestro equipo sólo necesitaba como refuerzo a un delantero, que si era goleador mucho mejor, y ya teníamos visto nada menos que a Armando Carrillo, más temible si le decimos “La Perra”, a quien yo había referenciado seis meses atrás y ahora, en ese torneo, estaba confirmando sus dotes de ariete peligroso. Pero me dice el profe, bueno, hay un equipo que está muy cercano al Cali que se llama El Cerrito, y también va a participar en esa Copa, y necesita un diez. Mire cómo son las cosas: ahí mismo metimos a Abel Aguilar para que fuera al torneo y se diera su champú por allá y de paso que lo vieran los demás entrenadores y opinaran.

Así que estando en Cali, el director de las divisiones menores, Carlos Julián Burbano, ha enviado al Checho Angulo para que le haga el seguimiento de rigor y no había pasado el primer partido cuando el Checho viene y dice: “Huy, hermano, ese man se queda”. Y jugó con prestancia ese campeonato, siendo la figura del Cerrito (por eso, alguna vez, llegaron a decir que ese jugador había llegado al Cali proveniente de ese club; pero no, fue sólo un préstamo que los funcionarios del Deportivo Cali facilitaron para el Afisa).

Después del torneo Abel regresa a Bogotá a terminar su año escolar, pero meses más tarde, es invitado de nuevo a la Sultana del Valle para que integre la plantilla de un equipo del Cali que iba para Ecuador. Finalmente no viajaron, pero pudieron ver al costeño-cachaco en toda su dimensión y decidieron dejarlo en la casa hogar. ¡¿Costeño-cachaco?!, Pues, precisamente, yo conocía a Álvaro Aguilar por eso: Porque ÁlvNegritaaro es costeño, de El Difícil, Magdalena y su esposa Lucy Tapias es de Magangue, Bolívar, y durante muchos años han vivido en Barranquilla, pero por motivos profesionales de Álvaro, que es abogado y catedrático, hubo de trasladarse a Bogotá y allí nació Abel, “Kike”, para su círculo más cercano (por lo de Enrique, su segundo nombre). Y una vez, en un diciembre, un directivo del Club Llantería Muñoz, Federico Chams, me lo presentó por estas tierras como el presidente de la Liga de Bogotá y ahí empezó todo.

De modo que sus abuelos paternos y maternos, sus tíos, su hermano mayor, mejor dicho toda la familia, menos él y su hermanita menor, son costeños, con todo lo que eso implica en costumbres, comidas, música y resabios. En todas las vacaciones Abel se venía para la costa; en su casa se cocina a lo costeño, se baila costeño y se piensa en costeño, pero él es cachaco.

Por eso, quizás, algunas vez en Barranquilla, en una charla realizada ante los entrenadores costeños, el entonces técnico de la Selección Colombia, Reinaldo Rueda, tratando de definir lo indefinible, se aventuró con una opinión sobre Abel Aguilar, (en esos momentos considerado el jugador revelación de la Selección Colombia de Mayores). Dijo en Broma:

-“Abel Aguilar, nacido en Bogotá, criado en Barranquilla y malcriado en Cali…Es quizás, el jugador de proyección con mayor bagaje táctico del país”. Ja, buen intento, profe.

No se ha equivocado Reinaldo. Con toda esa mezcla de trasfondos culturales, el hombre tiene las armas para imponerse en el exigente fútbol europeo. Aunque creemos que aún no lo hemos visto en su verdadera y total dimensión.


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FREDDY MONTERO (Segunda Parte)

Viaje a la Semilla (1)

Por: Agustín Garizábalo Almarales


Cuando Ricardo Ciciliano jugaba en el Cali, un día me encontré con él y, como había sido alumno mío acá en Barranquilla, tuve la suficiente confianza para preguntarle por Freddy Montero, quien apenas empezaba a hacer sus pininos en el equipo profesional, y me comentó que ese pelao era un “agrandao”. Que en los entrenamientos se paraba a discutir con él y le hacía la peor ofensa que se le puede hacer a un jugador veterano, que es no buscarlo para dársela, sino pretender fungir de protagonista y hacer lo que se le venga en gana.

Yo en ese momento pensé, y de pronto no es bueno que esto lo lea un futbolista joven y, además, quizá a mí no me queda bien decirlo, pero pensé, caramba, todo futbolista de valía debe tener cierta dosis de “agrandamiento”. (Por favor, no confundir con la soberbia en la que caen algunos deportistas que se creen dioses, no). Me refiero a la necesidad de defender un espacio propio, porque si el chico es demasiado sumiso terminan pasando por encima de él. Y es bueno que pelee por su lugar, que encare al que quiera imponerle su jerarquía. Toda conquista comienza con un atrevimiento o una irreverencia.

Pero Freddy siempre fue así: Bien “pinchadito”. Y su vida en el fútbol se fue llenando de razones valederas y desde niño supo que había más, que tenía más. Me lo encontré un día, por ejemplo, en el aeropuerto mientras esperábamos a unos amigos, metido en Internet, buscando los ancestros de su apellido materno (Llinás) que es de origen español -eso le da la posibilidad de ser comunitario- y apenas tenía 12 años. Siempre se programó para Europa, siempre supo que iba a triunfar, siempre gozó de ese plus de sentirse diferente.

Y su papá –policía pensionado- no tenía más nada que hacer sino perseguir esa entelequia: como había jugado bien al fútbol, y como veía a su hijo haciendo unas genialidades asombrosas, (porque esos goles no son de ahora: cuántas veces, de niño, no lo vimos contorsionarse en el aire y clavarla de chilena en el otro palo, cuántas veces de vaselina, cuantas veces solo con el aliento). Y el padre se venía con toda la parranda familiar: los abuelos maternos y paternos, los hermanos, los tíos, las tías, los profesores del colegio, los vecinos, el perrito. Había que ir a ver las fantasías de Henkyer (Su segundo nombre, así le dicen en la familia). Llegaban dos, tres taxis repletos, no importaba cuánto costara, había que estar ahí.

Pero, a veces, el desinfle total: El técnico de la escuela Toto Rubio decidía no ponerlo a jugar o sólo lo metía unos minutos, porque tenía otros buenos delanteros, y eso irritaba al padre, que una vez, en un torneo “Tutifruti”, se solló y en un arrebato de furia, le quitó la camiseta a Freddy y la rompió en presencia de todo el mundo; consideraba una total injusticia que tanta magia estuviera allí sentada. Y hubo que intervenir para que las cosas no pasaran a mayores. Porque Freddy Montero-padre siempre supo el tesoro que tenía entre manos y estaba dispuesto a lo que fuera para conquistar ese sueño. Díganmelo a mí.

Después el técnico Fernel Díaz no lo tuvo en cuenta para la selección Atlántico prejuvenil, y allí sí fue Troya. Por fortuna Freddy había estado en un vacacional invitado por el Cali y fueron más las querencias que se ganó por esos lares. De modo que se dio la oportunidad para que desde los 13 años se vinculara al club verde. Pero era la primera vez que se pensaba en llevar al Cali a un niño de esa edad, de otra región. Vinieron a Barranquilla Carlos Burbano y Ricardo Martínez y hablaron ya saben con quien: con toooooda la familia completa, los abuelos, los tíos, los hermanos, el perrito….etc.

Y estuvieron de acuerdo, que se vaya como si fuera a estudiar, como si se hubiera ganado una beca. Pero con una condición: que no lo metieran al pelao en la casa hogar donde había tantos futbolistas de más edad que él, así que lo llevaron a donde Yanitza Lasso de Umaña, quien a partir de ahí se apersonó del muchacho, y pasó a consentirlo, a regañarlo, a ser su soporte afectivo, mientras Henkyer sabía lo que arriesgaba, desde luego contaba con el apoyo incondicional de sus padres desde la distancia, pero sabía que su triunfo dependería más del manejo productivo de su soledad, de enriquecer su propia estima a través acciones muy precisas y entonces se consagró en varios torneos aficionados como un capitalizador de errores: Porque cualquier defensa que se le equivocara, tic y ¡adentro! Era tanta su técnica y su tranquilidad en el área que podía darse el lujo de pasarse un tiempo sin tocar el balón, pero siempre terminaba dialogando con la red. Ese ha sido su valor agregado.

Fue arropado por un tejido humano y profesional que influyó en su formación deportiva: Carlos Arango, Checho Angulo, Ricardo Martínez, Carlos Burbano, Nelson Gallego, Néstor Otero, Guaracha Mosquera, Jorge Gallego, entre otros entrenadores; algunos delegados y simpatizantes: Alberto Valencia, Eduardo Franco y hasta don Otto…en ese entramado de voces, de encuentros y casualidades que marcan la vida, esa manera inconsciente de nutrir cuerpo y alma día a día. Una vez se lo pregunté:
“-Oye, Freddy, ¿Y a ti no te hacen falta tus papás?” -No- Respondió. Lo dijo tan rápido no porque no lo pensara; al contrario, era porque lo había pensado demasiado. Él sabía el sacrificio que significaba una empresa de ese tamaño. Sabía que la mejor manera de mostrar su amor por los padres y sus hermanos era, precisamente, siendo fuerte e independiente. No podía fallarles.

Alguna vez le dije al profesor Gastón Moraga: “Profe: traje a un gran jugador, goleador, exquisito; pero los profesores del Cali se quejan de que es muy frío”. En el torneo de las Américas de ese año, Freddy Montero, que apenas cumplía 15, fue el máximo goleador del certamen y Cali se alzaría con el título. En la semifinal ante América de Cali, iban perdiendo 2-1 y en los últimos 5 minutos, Montero hizo el gol del empate y el del triunfo para imponerse 3-2 y clasificar a la final, en una especie de foto-finish futbolístico. Viene entonces el profe Gastón Moraga y me dice:

-“Dígale a los entrenadores del Cali que ese no es un jugador Frío, sino SERENO. Ningún frío hace dos goles cuando las papas están calientes”

Se lo dije a Freddy. Jamás olvidó ese comentario.


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FREDDY MONTERO

Por: Agustín Garizábalo Almarales


Viaje a la Semilla (1)

Nota: Amigo lector: Lo invito a que me acompañe en esta serie de crónicas. Contaré algunas anécdotas y situaciones que fueron claves al momento de elegir algunos de los jugadores que, finalmente, se han ido consolidando en el Deportivo Cali, en el fútbol profesional colombiano y en el plano internacional. Que nos disculpe Alejo Carpentier por haberme apropiado del bello título de su libro, pero este viaje implica, también, como el suyo, esa búsqueda hacia la sabia y matriz primigenia de unos muchachos que llegaron a nuestra institución cargados de propósitos e ilusiones.

El primer día

Iba entrando al estadio Moderno de Barranquilla, cuando fui abordado por el periodista Cheo Feliciano. Como el sabía que yo era el veedor del Deportivo Cali, enseguida me dijo: "¿ya viste al número 16 de Toto Rubio?..." No, no lo había visto. Quizás se pueda decir hoy que yo igual iba a verlo de todos modos, pero quién sabe. Lo cierto es que esa advertencia me condicionó la mirada y, aparte de seguir el juego como de costumbre, mis ojos enfocaban permanentemente a un niño que, no podía creerlo, casi caminando estaba en todas partes. Recibió un balón en media cancha y lo devolvió con clase, sacó una pelota que iba para gol debajo de su marco, remató de cabeza y celebró un gol suyo en el segundo tiempo, puso un par de pases que dejaron mano a mano a sus compañeritos. El asombro mío estaba en su casi nulo esfuerzo para hacer las cosas. Y ni siquiera sudaba.

Después del partido le pregunté sus datos y me dijo que se llamaba FREDY MONTERO MUÑOZ, que tenía 12 años y que había nacido un 26 de julio de 1987. Yo estaba haciendo la anotación en mi agenda cuando se me acercó discretamente para mirar y me preguntó:
¿Eso para qué es, Hey?...

Le expliqué brevemente de qué se trataba: le haría un seguimiento durante una temporada y de pronto, quizás, podría llevarlo al Deportivo Cali. Me miró con una cara de incredulidad que no se esforzó para nada en disimular. Después fui a hablar con su papá que estaba pegado a la malla del estadio viendo el partido que en ese momento se disputaba. Le dije un par de cosas, pero el señor sólo sonrió sin mayor emoción, como cumpliendo con una cortesía.

Era muy difícil para mí acercarme a la gente y hablarles de esos cuentos de la veeduría, ni porque me pusiera un broche con el escudo del deportivo Cali. Además, no había ningún antecedente cercano; yo todavía no había llevado a ningún jugador de la costa, y en esa época no era costumbre que los muchachos estuvieran probando suerte en equipos de afuera, y un niño menos. Mi labor era casi secreta, porque había preferido el bajo perfil y en el medio deportivo se me conocía más por mis vínculos con las selecciones Atlántico y por mis escritos en el periódico.

De modo que seguí yendo a los partidos de ese torneo Asefal del año 2000, celebrado en Barranquilla, en la categoría preinfantil para jugadores nacidos en el año 1987. La Escuela Toto Rubio se alzó con el título y Freddy Montero sería el máximo goleador con 12 goles, anotando, incluso, el tanto del empate para el 2 a 2 en el partido reglamentario ante San Judas, aunque tuvo la mala fortuna de errar su cobro en la definición desde el punto penal.

Yo veía los partidos desde la tribuna, pero luego, me acercaba convenientemente para que ellos me vieran. Por ejemplo, divisaba, entre las cabezas de la gente que rodeaba a los niños mientras se cambiaban, al papá de Freddy y me lo quedaba mirando fijamente hasta cuando él volteaba y me saludaba, siempre con una sonrisa incómoda. También me aproximaba a saludar al técnico de la Escuela Toto Rubio, pongamos por caso, y pasaba de aquí para allá, me movía estratégicamente de un lado a otro, hasta cuando el niño se daba cuenta de que yo estaba ahí y me saludaba.

Mi intención era que me reconocieran, que se dieran cuenta de que mi propuesta era en serio, pero, ante todo, quería que supieran que les estaba cumpliendo con lo único que, desde siempre, ha sido mi verdadero compromiso: estar ahí, presenciar los grandes momentos deportivos de cada muchacho, los momentos de gloria o de fracaso, de llanto por alegría o por rabia, su manera de disfrutar el juego, la regularidad en sus actuaciones, que sepan que hay un par de ojos evaluándolos, supervisándoles cada movimiento, sopesando cada decisión, apreciando su capacidad y su talento.


OLIMPIADAS EN EL FRAY DAMIÁN

Acababa de regresar de una correría por varios pueblos de la costa Atlántica, cuando me aborda el señor Freddy Montero Padre y me informa que su hijo iría con el colegio a unas olimpiadas en la ciudad de Cali. Hacía algunos meses no veía jugando al muchacho, tan ocupado como estuve, primero con la selección Colombia Prejuvenil en el torneo Confraternidad Suramericana, en Cañete, Chile, oficiando como Asesor Técnico del profesor Carlos Padilla, y luego, al regreso, realizando veedurías en varios municipios y pueblos de la región.

De modo que me pareció importante anunciarle al director de las Divisiones Menores del Deportivo Cali, licenciado Carlos Julián Burbano, que el niño del cual ya le había hablado, iba a estar participando en un torneo en esa ciudad. Freddy Montero estudiaba en el Colegio San Francisco de Barranquilla y para esos días se llevarían a cabo las olimpiadas franciscanas, organizadas en Cali por el Colegio Fray Damián.

El profesor Burbano consideró pertinente que alguien fuera a ver al referenciado. Envió al profesor Jorge Gallego, veedor nacional de la Institución. Y por esos imponderables que suelen ocurrir, el profe Gallego apenas pudo ir a mirar un partido al tercer día de estarse jugando el torneo. De tal manera que cuando llegó al colegio y preguntó por Freddy Montero, y se presentó con el pelao, este le dijo que ya los habían eliminado; ese día jugaron temprano en la mañana y habían perdido, de modo que nada. El profesor Gallego no pudo dejar de notar que era una categoría juvenil y que Freddy se veía muy frágil y pequeño para estar ahí. En todo caso, lo saludó, le tomó algunos datos por cumplir con un formalismo y se despidió.

Para Carlos Julián Burbano, realmente fue una sorpresa lo que ocurrió después. Me lo dijo ese mismo día en la noche cuando me llamó para contarme entusiasmado. Él se encontraba en las canchas de Comfandi supervisando el trabajo de las categorías menores, como de costumbre. De repente observó que se acercaban tres niños, de los cuáles uno tomó la iniciativa dirigiéndose a él. Se trataba de Freddy Montero que había convencido a dos compañeritos, que vivían en Cali y conocían la ciudad, para que lo acompañaran a ver un entrenamiento de las divisiones menores. Tomaron un taxi (luego me enteré de que pagó diez mil pesos por la carrera) y se presentaron al sitio de trabajos en las afueras de la ciudad. Freddy no se había conformado con lo conversado en la mañana con el profesor Gallego, así que se lanzó al ruedo y ahora hablaba con Carlos Julián, quien no salía de su asombro por la desenvoltura y personalidad que mostraba ese niño.

Él mismo se presentó, le dijo: “Yo soy Freddy Montero, el recomendado del profesor Garizábalo”. Burbano, por supuesto, quiso saber qué hacían por allá. “Vine a ver dónde es que voy a entrenar”, dijo Freddy. Y empezó a hacer preguntas. Burbano se reía, no podía creerlo, el costeñito quería saberlo todo. Hubo un momento en que una buena idea cruzó por su cabeza: - ¿Quieres jugar un rato? -, inquirió. –Claro-, respondió Freddy. Entonces unos niños le prestaron la implementación, uno los guayos, otro la camiseta, otro la pantaloneta, aquel otro las medias. De modos que el chico salió a echar su picadito, con tan buen tino que hizo dos goles y se entendió con los compañeros como si estuviera jugando con ellos hace años.

Burbano me comentaba por teléfono que definitivamente era un niño especial y que, para las vacaciones de mitad de año, le había prometido a Freddy que lo iba a invitar para que regresara a Cali por unos días. Se trataba de una idea que se venía manejando en las divisiones menores, que observáramos algunos jugadores en las diferentes zonas del país, de los cuales, los seleccionados, serían llevados a Cali, a un plan Vacacional por 15 días, para ser evaluados. Así que, ahí quedaba el compromiso.

Y una cosa más, me dijo Burbano: cuando ya se iban los niños, después de las despedidas y promesas de la ocasión, los compañeritos que acompañaban a Freddy empezaron a advertirle:

- Mirá que cuando seas profesional tenés que decir que nosotros fuimos los que te trajimos, ah.



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EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS


Memorias de un Cazatalentos (8)


Por: Agustín Garizábalo Almarales


Estoy parado frente a un semáforo esperando a que cambie la luz y de repente veo a un tipo haciendo un acto de magia ante la fila de carros: Dobla una hoja de periódico y con un encendedor le prende fuego; cuando la llama empieza a inflamarse, no sé qué fue lo que hizo, un soplo, un ademán hipnótico, no sé, y de golpe extiende los brazos y aparece de nuevo intacta la hoja del diario. “¡Carajo! y ¿Cómo es la vaina?” – me digo. Se me olvidaron las vueltas que tenía que hacer y me he quedado, a pleno sol de medio día de Barranquilla, anclado en el bulevar, mirando minuciosamente la forma en que, cada seis minutos más o menos, el hombre volvía a repetir el acto.


En algún momento, después de varias exhibiciones, el mago callejero se me acerca con cautela y me dice “Oiga, cole, si me tira para el almuerzo le digo cómo lo hago”. Huummm. Miré su frente sudorosa y le dije: “Con gusto te regalo para el almuerzo, pero no me digas nada porque después pierde la gracia”.


A veces en la vida conviene mejor no saber ciertos detalles. Si tuviéramos que enterarnos de cómo se preparan algunos manjares, por ejemplo, nuestra dieta se reduciría ostensiblemente. Es cierto que, como seres humanos, tenemos la manía de esforzarnos por hacer abstracción de lo que vamos sintiendo en determinados episodios de la vida y buscamos que ese trance quede registrado como una experiencia significativa. Pero, es indudable que, a veces, nos guiamos sólo por los más puros instintos y le damos paso al imperio de los sentidos.

El fútbol también nos da la posibilidad de explorar esos sentimientos tan primarios. Ese es el componente esencial que nos involucra con nuestros ídolos: Tiene mucho de admiración pagana, de goce estético, de experiencia sensual. Ver jugar a nuestro equipo amado o estar cerca de alguno de sus jugadores insignes, implica aceptar la factura de la fascinación que produce en nuestro corazón de niño, siempre agazapado y alerta, semejante episodio. Pero, definitivamente, como reza el slogan del carnaval del Barranquilla: “Quien lo vive es quien lo goza”.


El fútbol exige dejarse llevar para poder disfrutarlo. Verlo de manera controlada e imparcial resulta aburrido. Si no te metes, si no lo sufres, si no te dejas arrastrar, puede adquirir dimensiones cercanas a lo ridículo.


Yo que he estado en esto de la búsqueda de talentos lo he aprendido muy bien: un buen futbolista tiene que poder transmitir algo agradable, dar la señal de que es un baúl de sorpresas, de que es impredecible. Tiene que ser una caja de mentiras sugeridas, de engaños exquisitos. Sus movimientos tienen que estar marcados por la gracia y la fineza de una pieza musical, una danza o una pintura barroca. Sus gestos tienen que poder equipararse con el placer de morder un mango de azúcar o la satisfacción de beber sediento un vaso de agua fresca. Sin eso no hay caso. Por tal razón, en ocasiones, cuando estoy en un torneo y un amigo me pregunta: - “Ajá, y ¿Qué has visto?” – Yo le respondo: “No, nada. Todavía no han sonado campanitas”.


Cuando se trata de hablar de ese momento mágico en que el jugador me da la señal, siempre cuento la anécdota de Carlitos: éste es un muchacho a quien conozco desde sus ocho años y, al cumplir los quince, siendo un buen jugador, selección Atlántico y todo, figura en varios torneos, reconocido como talentoso, zurdo, exquisito, su papá se acerca para preguntarme que cuándo le voy a dar la oportunidad al pelao, y yo le digo: “Tranquilo, todo tiene su momento”.


A mí me parecía muy bueno. Además, disciplinado, serio, dispuesto. Pero le faltaba algo y yo no sabía qué era. Si esto ocurre lo mejor es esperar. (“La paciencia es el arte del ganador”, me recuerdo a mí mismo). Hasta cuando, de repente, un buen día, en la premiación de los mejores del año, en el auditorio de la Universidad Autónoma del Caribe, esperando en la entrada a que llegaran los nominados, observo que de un taxi se baja alguien que no reconozco, pero, cuál no sería mi grata sorpresa cuando el joven de smoking y corbatín era el propio Carlitos, y en ese momento, en ese preciso momento, lo visualicé en el Deportivo Cali; cuando giró y dio el frente, lo pude ver con la clase y elegancia que se necesita para seducir a una tribuna tan exigente y de gusto tan exquisito como la nuestra. En ese instante tomé la decisión. La realidad del fútbol es así de caprichosa.


Por eso siempre se me ve en las canchas con un libro en la mano. Emily Dickenson, Robert Blake, Rainer María Rilke, Meira Del Mar y el poeta Juan Manuel Roca, son mis favoritos. La gente se irrita a veces conmigo porque viene a preguntarme que qué hago yo leyendo poesía en vez de estar mirando el partido. Y yo les digo: “Es que vengo asegurado. Si la poesía no la encuentro en la cancha, entonces tengo el recurso de leerla”.

No saben ellos que, al final, lo único que salva al ser humano es el arte.

(Con esta nota cerramos el primer ciclo de la serie “Memorias de un Cazatalentos)




LA GRATITUD



Memorias de un Cazatalentos (7)


Por: Agustín Garizábalo Almarales

La gratitud no es un sentimiento natural en los seres humanos. Es una conducta aprendida, una actitud cultural. Los hombres no venimos programados para andar agradeciendo los favores recibidos; este es un comportamiento que se adquiere en la familia, especialmente de las madres, porque, en últimas, ese gesto guarda un  marcado componente femenino.

Muy tempranito lo fui sabiendo: en el fútbol  se muere uno de viejo y amargado si pretende que le hagan esas muestras de afecto. 


Todo se remonta a mi primera época de entrenador. Romántico, flaco, ojeroso, asoleado, pero con ilusiones, me metí en un lío de marca mayor cuando convencí a un muchacho de 13 años para que viniera a jugar al club donde yo trabajaba, Apuestas La Fortuna, aquél célebre equipo de Víctor Pacheco, Henry Zambrano, Iván Valenciano, Osvaldo Mackenzie,  Ricardo Ciciliano y Alex Comas, entre otros. 

Lo encontré en un equipito de barrio y lo invité a que viniera con nosotros; intentamos arreglar con el dueño de aquel equipo, pero el hombre se puso iracundo y hasta me amenazó de muerte y la cosa se puso fea. ¡Qué problema! Finalmente, el jugador, después de un litigio engorroso, consiguió su carta de libertad y pasó a La Fortuna. Luego llegaría a la Selección Atlántico y después a la Selección Colombia prejuvenil.


Cuando ocurrió este último suceso ya  él llevaba tres años aprendiendo conmigo: yo le veía algo especial, cierta aureola de crack, pero le faltaban algunos elementos claves. Me entregué a pulirlo: cuántas veces hablé con él horas y horas, cuántas veces tuve que madrugar para entrenarlo individualmente porque él sólo podía hacerlo en las primeras horas de la mañana; cuántas veces tuve que pelear para sostenerlo en el equipo titular, porque entonces era muy torpe y descoordinado y a la gente no le gustaba. Después vino lo de la selección Colombia y yo me gasté todos mis ahorros para ir a verlo al suramericano en el eje cafetero. Al fin y al cabo era mi gran obra futbolística en ese momento. Con 16 años era el número diez y figura del combinado nacional. 


Llegaron a la final, y un empate ante Brasil les dio el título en el estadio Centenario de Armenia. Ahí estaba yo colgado en la tribuna celebrando la faena con unos familiares suyos que fueron a apoyarlo. Termina el partido y la fiesta fue majestuosa. Después fuimos a buscarlo a la salida del camerino, y él ya nos estaba esperando. En cuanto me vio me dijo: “Ahora sí gané algo importante ¿no?”  Hizo alusión a eso porque siempre le insistía en que no había ganado nada en todas aquellas veces cuando fue campeón o goleador de la liga departamental, por ejemplo, o cuando conseguía algún campeonatico por ahí. Bueno, yo le dije: “Cierto, ya ganaste algo importante". Lo despedimos y me fui con sus familiares, henchido de orgullo y dichoso por el deber cumplido, a tomar cervezas. ¡Cuánta felicidad!


Al día siguiente estábamos desayunando cuando Darío Arismendi, en Caracol, hace sonar las alarmas porque tiene al goleador y mejor jugador de Colombia en ese torneo. Empieza la entrevista como todas, hasta cuando Arismendi le pregunta:

A ver, Ricardo, diga el nombre de un técnico que haya sido importante para usted…”

La vida se detuvo. Yo escuché unas trompetas invisibles


Y dijo el pelao: “Pues, el profesor Gabriel Berdugo, quién fue mi primer técnico cuando yo tenía 8 años…” Arismendi intervino: “Ahhh, ¡claro!, Berdugo, el eterno capitán de Junior, cómo no.  Felicitaciones, profesor Berdugo, aquí tiene a un crack que ha sacado la cara por el fútbol colombiano, etc., etc.…”


A mí se me cayó el mundo. Dejé de desayunar en el acto. Dejé de pensar. Sólo percibía un rumor en el aire. Después fui a mi habitación y lloré silenciosamente.  Pero a partir de ahí tomé una decisión definitiva: jamás volvería a apostarle afectivamente a un jugador de fútbol. Concluí que este espacio sólo sería la fuente de mi trabajo y, como amante del arte que soy, la posibilidad de encontrar algunas sensaciones estéticas, pero no afectivas. Hasta hoy creo que esa ha sido mi principal arma contra la decepción.



Entiendo, perfectamente, que el  jugador de fútbol vive en un mundo ficticio, efímero, superficial. Él sabe que está desarrollando un personaje, donde él no es él. Y tiene que adoptar unas poses, someterse a unas variables y a unas circunstancias tratando de sacar el mejor provecho de cada momento. Sabe que está en una carrera contra el tiempo. Por instinto conoce que sólo cuenta con un ratito, un breve paréntesis de gloria. Y es así: en la práctica no podría ser de otra forma.



Los que estamos metidos en este mundillo lo sabemos. Sin duda, en aquel instante, cuando el muchacho mencionó a Gabriel Berdugo, se acomodó impunemente porque le pareció más conveniente para él hablar de un exjugador profesional, muy conocido en los medios de comunicación, que nombrar a Pedrito Pérez, un pobre tipo anónimo, tan querido y diligente, pero sin peso específico en la farándula futbolera, y que a lo mejor ni estaría escuchando la radio en ese momento. Una ligereza de juventud, un intervalo donde, por su propia inexperiencia, pensó él, que quizás era preferible recibir aquel tufillo de celebridad que darlo; un pecadillo de desconocimiento hacia alguien tan cercano; Lo que él jamás podía imaginar era que yo esperaba mi reconocimiento.  Aunque tal vez no era para mí el momento de recibirlo.  Algo que ni él ni yo éramos capaces de entender todavía.


El fútbol no es de nadie y allí la gloria no es eterna. Nadie puede pretender que tiene un espacio garantizado ahí de por vida. Se construye y requiere del día a día. Es necesario renovarse, reinventarse permanentemente para seguir en la brega. La gente viene y va. Aparecen nuevos ídolos. La sabiduría funciona al revés: se les cree más a los jóvenes y vigorosos que rompen los esquemas e inventan nuevos embrujos, que a aquellos viejos curtidos por las vivencias, conocedores de secretos, pero sin el poder de seducción de los adonis emergentes. Así como hoy eres figura, mañana te mandan al olvido, te cortan las alas, te vuelven un mueble y te incluyen en el inventario del club, pero acaso tendrás apenas un valor simbólico.


Por eso, será muy importante aportar todo lo que puedas mientras tengas energía y credibilidad, pero, definitivamente, es sabio ponerle el corazón a otros asuntos más sublimes. Cosa de alcanzar una vejez sin amarguras y sin lamentaciones.

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