Viaje a la Semilla (5)
Por: Agustín Garizábalo Almarales.
Porque no es sólo la manera de caminar por el barrio y exhibir esa pose de recién caído del cielo, sino también ese rosario de imágenes que se lleva por dentro. Nacer y vivir frente al estadio Metropolitano de Barranquilla, en plena Ciudadela 20 de julio, convertida en un hervidero humano desde el atardecer de los miércoles cuando se juegan partidos, salir a la avenida y encontrarse de golpe con ese ambiente festivo, esa música estridente desde los cuatro costados, esa hilera de estaderos, carros de comidas rápidas, restaurantes, estancos de licores, sitios para el convite, espacios diseñados para la juerga a flor de piel, porque siempre habrá disposición en el ánimo de los vecinos de ese sector para inaugurar el regocijo, porque esa arteria huele a domingo eterno, a Junior tu papá, a goles, a fiesta. Porque nacer y vivir a la orilla de ese río estruendoso donde se respira fútbol 24 horas al día, también implica aceptar el destino inevitable de ser de esa manera y no de otra. Porque ese goce y ese estilo de darle rienda suelta a la alegría se lleva impregnada en el alma y entonces no queda otro remedio que entregarse. No puede ser de otra forma: es la esencia de nuestra manera de ser caribe.
Nadie ignora lo que influye el entorno en la percepción vital de un ser humano. Somos producto de la herencia familiar, las costumbres, la educación y el ambiente. También de lo que pensamos a diario: ¿Cuáles son nuestros más caros deseos? ¿Qué vemos reflejado al otro lado del espejo? ¿Cuál es nuestra búsqueda? Si a los quince años nuestro sentido de la vida se orienta hacia un carro lujoso, un palacio imponente, los placeres sensuales y el desenfreno, banquetes para los amigos, deleites para los seres queridos, poder y dinero para convertirse en el centro del universo, no pasará mucho tiempo sin que aparezcan las dificultades en cualquier carrera profesional que se emprenda. Amor es tiempo dedicado, horas de pensamiento y acción. Triunfar en una actividad implica consagrarse en cuerpo y alma a esa búsqueda. Cuantas menos distracciones mejor.
Algunos deportistas con enorme potencial para ser grandes figuras se dejan seducir por esos cantos de sirena. Al principio hacen lo que tienen que hacer para alcanzar significativas cotas de rendimiento, pero su meta inmediata es el disfrute pendenciero, extasiarse y claudicar a tentaciones; entonces se dedican a pensar en otras cosas: ya es más importante la ilusión de un nuevo auto, la conquista de aquellas voluptuosas barbies que atosigan sus sueño, atesorar advenedizos amigos de la farándula y aparecer en trasnochados sitios con gente poderosa y excéntrica sorteando la dudosa reputación del gusto por la noche.
Quizás un poco de esto le ocurrió a Anthony Tapias durante sus fallidas incursiones en el Deportivo Cali profesional. Varios ensayos, algunos torneos, escasos goles, o mejor, golazos que todavía conservamos en la retina, pero, finalmente, no se pudo consolidar. Ahora, en cambio, parece consciente de esa realidad y ha tenido una temporada, en el Chicó, con gran regularidad en su rendimiento y suele aparecer, con alguna frecuencia, rompiendo redes con sus misiles característicos. Sin duda su mejor año. Quizás se ha apoyado en la ternura de su bebita y en los requerimientos de un hogar. A lo mejor ha ido superando esas emociones locas de la adolescencia; él bien lo sabe, porque tonto no es.
Lo que pasa es que ahora tendrá que hacer un doble esfuerzo para sostener ese equilibrio personal adquirido porque su historia está marcada por ese magnetismo del entorno que lo seduce poderosamente. No es sino que llegue a su casa para enseguida correr y ponerse una pantaloneta y salir de lo más relajado a sentarse en el sardinel de la esquina con los amigos de la gallada. Y no es que esto último esté mal. No señor. Es una actividad social muy válida y necesaria cuando se regresa al barrio, pero ocurre que a Anthony se le venía olvidando también lo otro: que ya él es un hombre reconocido, que su proceder entra en la lupa del escrutinio público, que ya no es el mismo, que tiene que reprogramarse, que irremediablemente hay episodios que le marcan la vida a uno y tiene que adaptarse lo quiera o no.
Y, ¿Qué será lo que echa a perder el frágil comportamiento virtuoso de estos fogosos chicos? ¿Un fracaso? No. Su karma es el éxito. Un golazo, un título, o una demostración de poderío y sapiencia los manda al delirio. Porque también es una conducta aprendida, porque en medio de todas esas penurias económicas, frustraciones sociales y privaciones propias de la gente humilde, cuando satisfacciones hay muy pocas de verdad, ganar un partido de fútbol de categoría infantil equivale a un Potosí, significa conquistar un reino negado, y entonces hay que lanzarse a celebrar: el club entero, el barrio, la familia, incluso, nosotros los profesores, en un torbellino fascinante de comida, bebidas espirituosas, baile, amanecida y nadie se ha dado cuenta de que los chiquillos están absorbiendo todas esas vivencias mientras juegan en la misma sala donde sus padres cantan en coro, con sus convidados, una ranchera de Vicente Fernández. No faltará el niño que se duerma, vencido por el fresco de un abanico, en un sofá al lado del equipo de sonido a todo timbal.
Recuerdo la primera vez que se hizo veeduría en la ciudad de Barranquilla, unos años antes, incluso, de aquella anécdota que narramos de Nelson Gallego (“Sacálo, que no me deja ver a los demás”): los profesores Carlos Burbano y Ricardo Martínez, fueron atendidos en Pollos Arana por los directivos de San Judas Tadeo y no pararon de hablar en aquel almuerzo, con el padre Iván Osorio, sobre Anthony Tapias: Que lo iban a invitar a un torneo en Chile, que era preferible frenarlo que fustigarlo, que esa chispa adelantada no estaba nada mal mientras se utilizara para ganancia, que todas esas experiencias de la vida callejera son válidas en la medida en que se aprovechen y se capitalicen. Uno puede terminar condenado por su historia sino es capaz de sustraerse de sus taras. Pero también puede alcanzar una gran sabiduría si logra atesorar, de esos mismos desatinos, las pistas y señales que le marquen el verdadero camino.
NOTA: Con esta reflexión, concluimos el primer ciclo de la serie Viaje a la Semilla. Quedan pendientes, entonces, para una ocasión venidera, y en la medida en que los propios jugadores ameriten con sus logros esa posibilidad, las historias y detalles de una nueva camada: Michael Ortega, Gustavo Cuellar, Luís Fernando Muriel, Luís Payares, Javier Espitia, Jonathan Palacios, Abraham Restrepo y Víctor Arguelles. Sigo pensando que todos estos muchachos de la Costa Caribe han cumplido cabalmente con lo único que les he pedido: Que no me hicieran quedar mal.
Muchas Gracias.
agarizabalo@hotmail.com
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