jueves, 18 de junio de 2009

IMÁGENES INSPIRADORAS




Memorias de un Cazatalentos (4)


Por: Agustín Garizábalo Almarales

Ocurre con frecuencia que algunos amigos me preguntan qué es lo que yo veo cuando hago mi trabajo. Por qué elijo a éste y no a aquél otro jugador. Les digo que el tema pasa por una sensibilidad visual enriquecida por el arte, por mis aficiones fuertemente ligadas a la estética: la literatura, la música y  el cine. Y el hecho de haber tenido varios aciertos le ha conferido, sin duda, cierta dosis de misterio al asunto.

¿Cuáles serían las fuentes de esas imágenes inspiradoras?... Se necesita, por supuesto, de cierta predisposición personal, pero, también, de un universo macondiano necesario, de un entorno mágico, de unas vivencias significativas. Trataré de ensayar una aproximación con la técnica de “Anécdota mejorada”, usada para estos casos.


1

Yo soy hijo del río con todo el imaginario que supone un hábitat de tal naturaleza. Nací en la primera calle del municipio de Soledad (Atlántico), a orillas del río Magdalena.

En mi cuadra había cinco cantinas abiertas cada día, porque al mercado público llegaban los pescadores y agricultores, quienes, después de vender sus productos, su  casi única diversión era ponerse a beber. Así que mi entorno estuvo plagado de rancheras, vallenatos, boleros, salsas y sones cubanos. La cuadra entera era una caja de música. Los hombres resolvían sus pleitos a golpes, excitados por la cizaña etílica; algunos que venían a caballo, acompañados de perros bravos y sucios de barro, se metían a los tumultos como héroes de películas mexicanas, exhibiendo sus torsos fuertes y semidesnudos, para luego terminar vencidos por una bohemia insidiosa.


2
Como vivíamos muy cerca del río, cuando llegaba el invierno el agua se nos metía en la casa y la inundaba -por cierto, allí teníamos una de las cantinas de la cuadra-. Cualquiera podría pensar que eso era una tragedia y seguro que para mamá lo era, pero para nosotros no. Era muy bello lo que ocurría entonces: pescábamos y nadábamos en nuestro propio patio; perseguíamos serpientes entre las piedras puestas en la sala para poder caminar sin mojarnos los pies; salíamos en canoa por el barrio o atravesábamos puentes de madera para visitar a los tíos y vecinos. Todo se convertía en un juego, el universo pleno estaba allí a nuestra disposición.


3

En la madrugada de un ocho de diciembre, como la casa estaba inundada y no había forma de poner las velitas en el andén, una de mis hermanas tuvo la feliz idea de recortar unas tablitas de madera de balsa, a las cuales les amarramos unas cuerditas delgadas y allí pusimos las velas encendidas y las lanzamos a flotar en el río. Un lindo espectáculo, creado por nuestra magia infantil, que se gozaron, esa madrugada desde el mercado, los vendedores y parroquianos, porque era una alfombrilla de estrellas errantes titilando sobre el agua.


4
Ya era un adulto asalariado cuando falleció mi padre, en la madrugada de un 24 de diciembre.  Entonces, les propuse a mis hermanos que le hiciéramos la velación en la funeraria donde había tomado una póliza exequial. Además, les expliqué cuánto nos economizaríamos al desestimar lo que el resto de la familia quería, que era hacer un velorio tradicional en la misma casa, con nueve noches en vela, más la invasión de parientes venidos de remotos lugares… y  la consabida parranda mortuoria con visos de bacanal.

Aunque acogieron mi idea no se presentaron a la funeraria, y, para mi consternación, a las diez de la noche sólo tres curiosos se habían acercado a dar el pésame. En cambio, la casa a la orilla del río estaba atestada de gente y el resto del barrio hervía en la calle.  Algunos, refiriendo chistes, tomando tintos, comiendo sándwiches, jugando  dominó, bebiendo ron; otros, recitando décimas o cantando rancheras, como le gustaba al  viejo; todos, esperando el cadáver tardío.

A esa hora me llamó mi hermano, que me trajera el muerto para la casa, porque mis tíos, borrachos, habían dado el ultimátum: o se traían el cuerpo o ellos iban a buscarlo a las buenas o las malas. Tuve que diligenciar con el administrador de la funeraria para que permitiera, casi a la media noche, que nos lleváramos  el difunto. Conociendo a mis tíos, le dije, no tardarían en cumplir sus amenazas, “Ruegue mejor que venga un tornado”, le comenté con preocupación. 

Cuando la carroza fúnebre hizo su arribo en la calle donde se celebraba el velorio, la explosión de júbilo fue providencial: habían ganado. Esa victoria se tradujo en gritos, desmayos, nuevos cantos, nuevas décimas, más botellas de ron, más comida, más café hirviendo, más llanto desmedido, más escenas dramáticas. Ahora sí, se cumpliría con la voluntad de mi padre: un velorio como Dios manda, como él lo merecía, como todos querían gozarlo. Porque, venir a romper la tradición y velar al  viejo en una funeraria pomposa y artificial, era definitivamente una herejía. Eso dijeron. Cosas de familia.


5

Después, inevitablemente, vino el fútbol.
Cierta vez, mi hermano mayor pidió para él el placer de castigarme. Entonces, me llevó al estadio Romelio Martínez porque sabía que a mí no me interesaba ese deporte. Nos apostamos en la tribuna desde las nueve de la mañana, como era obligatorio en aquellos tiempos  porque ese escenario se llenaba desde muy temprano. Yo estaba aburrido, como era de esperarse. Hasta cuando empezó el partido y vi a Juan Ramón “La Bruja” Verón. Me di cuenta de que ese tipo no era un futbolista, sino un mago. Hacía cada jugada, cada finta, cada exquisitez, con su cabeza levantada y una elegancia suprema. Yo salí fascinado de allí. Y me puse a buscar, desde ese entonces, la posibilidad de repetir esa experiencia estética en las canchas de fútbol. Con esa suma de factores, debo decirlo, ando metido en este deporte, y ese es el tipo de jugador que he buscado y que sigo buscando. 

agarizabalo@hotmail.com

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