Memorias de un Cazatalentos (4)
Por: Agustín Garizábalo Almarales
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agarizabalo@hotmail.com
Por: Agustín Garizábalo Almarales
Ocurre con
frecuencia que algunos amigos me preguntan qué es lo que yo veo cuando hago mi
trabajo. Por qué elijo a éste y no a aquél otro jugador. Les digo que el tema pasa por una sensibilidad
visual enriquecida por el arte, por mis aficiones fuertemente ligadas a la
estética: la literatura, la música y el
cine. Y el hecho de haber tenido varios aciertos le ha conferido, sin duda,
cierta dosis de misterio al asunto.
¿Cuáles
serían las fuentes de esas imágenes inspiradoras?... Se necesita, por supuesto,
de cierta predisposición personal, pero, también, de un universo macondiano
necesario, de un entorno mágico, de unas vivencias significativas. Trataré de
ensayar una aproximación con la técnica de “Anécdota
mejorada”, usada para estos casos.
1
Yo soy
hijo del río con todo el imaginario que supone un hábitat de tal naturaleza.
Nací en la primera calle del municipio de Soledad (Atlántico), a orillas del
río Magdalena.
En mi
cuadra había cinco cantinas abiertas cada día, porque al mercado público
llegaban los pescadores y agricultores, quienes, después de vender sus
productos, su casi única diversión era
ponerse a beber. Así que mi entorno estuvo plagado de rancheras, vallenatos,
boleros, salsas y sones cubanos. La cuadra entera era una caja de música. Los
hombres resolvían sus pleitos a golpes, excitados por la cizaña etílica;
algunos que venían a caballo, acompañados de perros bravos y sucios de barro,
se metían a los tumultos como héroes de películas mexicanas, exhibiendo sus
torsos fuertes y semidesnudos, para luego terminar vencidos por una bohemia
insidiosa.
Como
vivíamos muy cerca del río, cuando llegaba el invierno el agua se nos metía en
la casa y la inundaba -por cierto, allí teníamos una de las cantinas de la
cuadra-. Cualquiera podría pensar que eso era una tragedia y seguro que para
mamá lo era, pero para nosotros no. Era muy bello lo que ocurría entonces:
pescábamos y nadábamos en nuestro propio patio; perseguíamos serpientes entre
las piedras puestas en la sala para poder caminar sin mojarnos los pies; salíamos
en canoa por el barrio o atravesábamos puentes de madera para visitar a los
tíos y vecinos. Todo se convertía en un juego, el universo pleno estaba allí a
nuestra disposición.
3
En la
madrugada de un ocho de diciembre, como la casa estaba inundada y no había
forma de poner las velitas en el andén, una de mis hermanas tuvo la feliz idea
de recortar unas tablitas de madera de balsa, a las cuales les amarramos unas
cuerditas delgadas y allí pusimos las velas encendidas y las lanzamos a flotar
en el río. Un lindo espectáculo, creado por nuestra magia infantil, que se
gozaron, esa madrugada desde el mercado, los vendedores y parroquianos, porque era
una alfombrilla de estrellas errantes titilando sobre el agua.
Ya era un
adulto asalariado cuando falleció mi padre, en la madrugada de un 24 de
diciembre. Entonces, les propuse a mis
hermanos que le hiciéramos la velación en la funeraria donde había tomado una
póliza exequial. Además, les expliqué cuánto nos economizaríamos al desestimar
lo que el resto de la familia quería, que era hacer un velorio tradicional en
la misma casa, con nueve noches en vela, más la invasión de parientes venidos
de remotos lugares… y la consabida
parranda mortuoria con visos de bacanal.
Aunque
acogieron mi idea no se presentaron a la funeraria, y, para mi consternación, a
las diez de la noche sólo tres curiosos se habían acercado a dar el pésame. En
cambio, la casa a la orilla del río estaba atestada de gente y el resto del barrio
hervía en la calle. Algunos, refiriendo
chistes, tomando tintos, comiendo sándwiches, jugando dominó, bebiendo ron; otros, recitando
décimas o cantando rancheras, como le gustaba al viejo; todos, esperando el cadáver tardío.
A esa
hora me llamó mi hermano, que me trajera el muerto para la casa, porque mis
tíos, borrachos, habían dado el ultimátum: o se traían el cuerpo o ellos iban a
buscarlo a las buenas o las malas. Tuve que diligenciar con el administrador de
la funeraria para que permitiera, casi a la media noche, que nos
lleváramos el difunto. Conociendo a mis
tíos, le dije, no tardarían en cumplir sus amenazas, “Ruegue mejor que venga un tornado”, le comenté con preocupación.
Cuando
la carroza fúnebre hizo su arribo en la calle donde se celebraba el velorio, la
explosión de júbilo fue providencial: habían ganado. Esa victoria se tradujo en
gritos, desmayos, nuevos cantos, nuevas décimas, más botellas de ron, más
comida, más café hirviendo, más llanto desmedido, más escenas dramáticas. Ahora
sí, se cumpliría con la voluntad de mi padre: un velorio como Dios manda, como
él lo merecía, como todos querían gozarlo. Porque, venir a romper la tradición
y velar al viejo en una funeraria
pomposa y artificial, era definitivamente una herejía. Eso dijeron. Cosas de
familia.
5
Después,
inevitablemente, vino el fútbol.
Cierta vez, mi
hermano mayor pidió para él el placer de castigarme. Entonces, me llevó al
estadio Romelio Martínez porque sabía que a mí no me interesaba ese deporte.
Nos apostamos en la tribuna desde las nueve de la mañana, como era obligatorio en
aquellos tiempos porque ese escenario se
llenaba desde muy temprano. Yo estaba aburrido, como era de esperarse. Hasta
cuando empezó el partido y vi a Juan Ramón “La Bruja” Verón. Me di cuenta de
que ese tipo no era un futbolista, sino un mago. Hacía cada jugada, cada finta,
cada exquisitez, con su cabeza levantada y una elegancia suprema. Yo salí
fascinado de allí. Y me puse a buscar, desde ese entonces, la posibilidad de
repetir esa experiencia estética en las canchas de fútbol. Con esa suma de
factores, debo decirlo, ando metido en este deporte, y ese es el tipo de
jugador que he buscado y que sigo buscando.
agarizabalo@hotmail.com
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