jueves, 18 de junio de 2009

EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS


Memorias de un Cazatalentos (8)


Por: Agustín Garizábalo Almarales


Estoy parado frente a un semáforo esperando a que cambie la luz y de repente veo a un tipo haciendo un acto de magia ante la fila de carros: Dobla una hoja de periódico y con un encendedor le prende fuego; cuando la llama empieza a inflamarse, no sé qué fue lo que hizo, un soplo, un ademán hipnótico, no sé, y de golpe extiende los brazos y aparece de nuevo intacta la hoja del diario. “¡Carajo! y ¿Cómo es la vaina?” – me digo. Se me olvidaron las vueltas que tenía que hacer y me he quedado, a pleno sol de medio día de Barranquilla, anclado en el bulevar, mirando minuciosamente la forma en que, cada seis minutos más o menos, el hombre volvía a repetir el acto.


En algún momento, después de varias exhibiciones, el mago callejero se me acerca con cautela y me dice “Oiga, cole, si me tira para el almuerzo le digo cómo lo hago”. Huummm. Miré su frente sudorosa y le dije: “Con gusto te regalo para el almuerzo, pero no me digas nada porque después pierde la gracia”.


A veces en la vida conviene mejor no saber ciertos detalles. Si tuviéramos que enterarnos de cómo se preparan algunos manjares, por ejemplo, nuestra dieta se reduciría ostensiblemente. Es cierto que, como seres humanos, tenemos la manía de esforzarnos por hacer abstracción de lo que vamos sintiendo en determinados episodios de la vida y buscamos que ese trance quede registrado como una experiencia significativa. Pero, es indudable que, a veces, nos guiamos sólo por los más puros instintos y le damos paso al imperio de los sentidos.

El fútbol también nos da la posibilidad de explorar esos sentimientos tan primarios. Ese es el componente esencial que nos involucra con nuestros ídolos: Tiene mucho de admiración pagana, de goce estético, de experiencia sensual. Ver jugar a nuestro equipo amado o estar cerca de alguno de sus jugadores insignes, implica aceptar la factura de la fascinación que produce en nuestro corazón de niño, siempre agazapado y alerta, semejante episodio. Pero, definitivamente, como reza el slogan del carnaval del Barranquilla: “Quien lo vive es quien lo goza”.


El fútbol exige dejarse llevar para poder disfrutarlo. Verlo de manera controlada e imparcial resulta aburrido. Si no te metes, si no lo sufres, si no te dejas arrastrar, puede adquirir dimensiones cercanas a lo ridículo.


Yo que he estado en esto de la búsqueda de talentos lo he aprendido muy bien: un buen futbolista tiene que poder transmitir algo agradable, dar la señal de que es un baúl de sorpresas, de que es impredecible. Tiene que ser una caja de mentiras sugeridas, de engaños exquisitos. Sus movimientos tienen que estar marcados por la gracia y la fineza de una pieza musical, una danza o una pintura barroca. Sus gestos tienen que poder equipararse con el placer de morder un mango de azúcar o la satisfacción de beber sediento un vaso de agua fresca. Sin eso no hay caso. Por tal razón, en ocasiones, cuando estoy en un torneo y un amigo me pregunta: - “Ajá, y ¿Qué has visto?” – Yo le respondo: “No, nada. Todavía no han sonado campanitas”.


Cuando se trata de hablar de ese momento mágico en que el jugador me da la señal, siempre cuento la anécdota de Carlitos: éste es un muchacho a quien conozco desde sus ocho años y, al cumplir los quince, siendo un buen jugador, selección Atlántico y todo, figura en varios torneos, reconocido como talentoso, zurdo, exquisito, su papá se acerca para preguntarme que cuándo le voy a dar la oportunidad al pelao, y yo le digo: “Tranquilo, todo tiene su momento”.


A mí me parecía muy bueno. Además, disciplinado, serio, dispuesto. Pero le faltaba algo y yo no sabía qué era. Si esto ocurre lo mejor es esperar. (“La paciencia es el arte del ganador”, me recuerdo a mí mismo). Hasta cuando, de repente, un buen día, en la premiación de los mejores del año, en el auditorio de la Universidad Autónoma del Caribe, esperando en la entrada a que llegaran los nominados, observo que de un taxi se baja alguien que no reconozco, pero, cuál no sería mi grata sorpresa cuando el joven de smoking y corbatín era el propio Carlitos, y en ese momento, en ese preciso momento, lo visualicé en el Deportivo Cali; cuando giró y dio el frente, lo pude ver con la clase y elegancia que se necesita para seducir a una tribuna tan exigente y de gusto tan exquisito como la nuestra. En ese instante tomé la decisión. La realidad del fútbol es así de caprichosa.


Por eso siempre se me ve en las canchas con un libro en la mano. Emily Dickenson, Robert Blake, Rainer María Rilke, Meira Del Mar y el poeta Juan Manuel Roca, son mis favoritos. La gente se irrita a veces conmigo porque viene a preguntarme que qué hago yo leyendo poesía en vez de estar mirando el partido. Y yo les digo: “Es que vengo asegurado. Si la poesía no la encuentro en la cancha, entonces tengo el recurso de leerla”.

No saben ellos que, al final, lo único que salva al ser humano es el arte.

(Con esta nota cerramos el primer ciclo de la serie “Memorias de un Cazatalentos)




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