viernes, 28 de marzo de 2008

PECADILLOS SUTILES



Por: Agustín Garizábalo Almarales

En el fútbol a veces pasa: De repente un joven, a todas luces un buen deportista, hijo de buena familia, que se sabe no acostumbra a trajinar por las noches, ni a exagerar en la mesa ni en el ocio, sino que, más bien, es de aquellos que se cuidan y son responsables, por lo menos es lo que uno cree y hasta pone la mano en el fuego por ellos, pero llega el día del partido y nadie entiende qué le pasa, hombre, el muchacho es un desastre, corre como si tuviera piernas de plomo, no atina a dar un buen pase, no le quita una pelota ni a la novia, deambula desconcertado en la cancha, tiembla como gelatina, se cae como hoja en otoño, no acierta, no aparece ni en el velorio de la mamá, y uno, que es el técnico, sufre angustiado pensando, carajo, qué fue lo que hice mal, a lo mejor me estoy excediendo con las exigencias físicas, o tal vez no, quién sabe, de pronto lo que le falta es más trabajo, vaya usted a saber. Lo cierto es que lo mata la duda cada vez que su pupilo se resbala cuando va por el balón o mira para el banco con una cara de desplazado, como pidiendo a gritos que lo cambien.


¿Qué es lo que ocurre en realidad? Bueno, sin descartar que eventualmente se presenten algunos fallos en el programa de entrenamiento, no es menos cierto que, a veces, los futbolistas jóvenes caen en una serie de prácticas y comportamientos, en apariencia inofensivos, pero que tiran al traste su preparación. Son pequeños deslices, pequeñas desavenencias, salidas del orden que parecen mínimas, pero contundentes a la hora de los balances, “Pecadillos sutiles” como dice un amigo cura.


Cualquier noche, por ejemplo, casi sobre las once y media, atacado por un poco de insomnio, entro a mi Mensenger y encuentro conectado a un niño que sé que tiene partido al día siguiente a las ocho de la mañana ¿qué hace despierto a esa hora? Le escribo para decírselo, especialmente por aquello de que la hormona del crecimiento se dispara durante el sueño, y se disculpa diciéndome que no se había dado cuenta de que era tan tarde. El chat siempre será tentador. De todos modos, mientras se despide de los amigos y amigas con las que chatea, se queda unos cuarenta minutos más conectado.


Algunos terminan su jornada de entrenamiento, casi a las seis de la tarde, y en vez de irse enseguida para sus casas a buscar la cena, se quedan pegados al chuzo de la esquina comiéndose una papa rellena, de esas fritas en mantecas saturadas y reutilizadas, y para pasar el atragante, una chicha de esas deliciosas pero trasnochadas.


Y si de manjares hablamos, vaya que no hay como una buena tira de butifarras, unas orejitas de cerdo o una trenza de chinchurria, cuando no una arepa rellena con trocitos de mollejas, rodajitas de chorizo y chicharroncitos crocantes y, por supuesto, la infaltable gaseosa; todo un lujo de merienda a eso de las nueve de la noche cuando el hambre aprieta y es hora de atosigar esas ansias de colesterol.


O al revés: por estar jugando a Play Station o distraídos hablando por celular, son hora y horas sin beber un sorbo de agua y sin probar bocado, lo que los lleva al límite de la deshidratación y eso que no hemos mencionado cuando les toca irse de largo del colegio para el entrenamiento y aunque resulta un sacrificio loable y aplaudido por todos (seguro que la única que no está de acuerdo es la mamá) tarde o temprano la debilidad se hará evidente hasta con un desmayo.


En ocasiones puede que se junten unos cuantos pecadillos: además de los ya expuestos, ocurre que la gallada del barrio, esa noche, pasa a buscar al pupilo para que los refuerce en un partido de fútbol cinco que se efectuará en una cancha sintética cercana; y éste, ni corto ni perezoso, se convierte en el alma del juego, en el héroe de la jornada, corriendo y metiendo, haciendo goles, mejor dicho, la figura del partido, porque a nadie le gusta perder, hermano, usted sabe, sin contar que, más tarde, a su regreso, ardiendo en su adolescencia, se mete en un cuarto ajeno y termina siendo cobijado por la muchacha de la casa que tiene la manía de consentirlo.


Lo cierto es que ese viernes, los profesores hacen sus acostumbradas rondas telefónicas y llaman a la casa del muchacho y bueno, es su mamá, pobrecilla, la que tiene que asumir el rol de secretaria celestina para decir que el pelao ni siquiera ha salido a la esquina y que esa noche, mire usted, ha estado tan juicioso y organizado que más parece una hermanita de la caridad. El pobre.


Y no es que el joven lo haga siempre con la mala intención de ignorar las normas. No. Es que a veces no lo sabe. Sencillamente piensa que no está haciendo nada malo, que su comportamiento es inocuo, inofensivo. Él cree, por ejemplo, que irse para la casa de un amigo a jugar buchácara o billar es estar tranquilo y concentrado, pero no se da cuenta de que en esos juegos, si se pusiera a contar las vueltas que da en cada atacada, podría estar caminando kilómetros inocentemente.


Y cuando están en una selección departamental o van con sus equipos a un torneo importante en otra ciudad, la diversión favorita es salir de shoping, es decir, recorrer emocionados los almacenes de ropa, música y zapatos deportivos para no comprar nada, sólo para cumplir con ese ritual de andar vitrineando o tomarse algunas fotos. Muchas veces los equipos visitantes pierden más porque sus jugadores están sin piernas por estas aventurillas faranduleras que por la calidad de los equipos locales.


De cualquier forma, toda acción irracional tiene sus consecuencias, enseña la sabiduría popular. Al final dichos deslices se reflejan en el rendimiento deportivo y ya de nada valen las lamentaciones, las angustias y las dudas. Son pequeños detalles que marcan la diferencia entre alcanzar un logro o fracasar en el intento. No ayudan para nada al aspirante y más bien van creándole una predisposición hacia el error y la fragilidad. Por algo, sobre el particular, Emily Dickinson, en 1886, nos hizo esta advertencia:

“Derrumbarse no es un acto de un instante
ni una pausa fundamental;
Los procesos de deterioro son decadencias organizadas.
Primero se forma en el alma una telaraña,
Una película de polvo, una avería en el eje,
Una herrumbre elemental.
La ruina es ceremoniosa,
un trabajo de mil demonios,
consecutivo y lento.
Ningún hombre se ha desplomado en un instante; resbalarse poco a poco es una ley de la caída”

agarizabalo@hotmail.com
Publicado en El Heraldo Deportivo, marzo 11 de 2008.

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