miércoles, 2 de julio de 2008

DE NARANJERO IZQUIERDO

Por: Agustín Garizábalo Almarales

Veamos cómo han cambiado algunos personajes y oficios del fútbol aficionado al pasar de los años:

El futbolista


Definitivamente eran otros tiempos. Tener algún familiar que se dedicara a esa quimera del fútbol era poco menos que una desgracia. Como pasatiempo estaba bien, pero la pelota de trapo y luego el balón, no tardaban en robarse el tiempo que el muchacho debía emplear en el estudio, el trabajo u otras actividades útiles y productivas. Nadie dudaba de la belleza y el relax que podía entregarnos una tarde pródiga en malabares y goles, porque, entonces, sólo se dedicaban al fútbol los verdaderos artistas del balón, románticos obsesionados y temerarios que cambiaban cualquier actividad o empleo, por rentable que fuera, por un partidito de bola’e trapo o el infaltable clásico dominical en la cancha sagrada de algún barrio; pero de ahí a que fuera tomada como una profesión digna y seria había mucho trecho.

Y los padres, desde luego, contrariados, reprimían ese “vicio” persiguiendo a los pelaos y sacándolos a chancletazos limpios en pleno partido callejero. Algunos castigos podían ser más violentos –aunque no más efectivos si de corregirlos se trataba- porque los futbolistas jóvenes, a pesar de aguantarse sus fueteras o sus buenos cantazos de cabuya, se las ingeniaban, cada vez con más sofisticación, para continuar en la brega futbolística, y si algún día, de repente, aparecía por ahí su foto en el periódico o lo mencionaban por la radio como integrante de un seleccionado, ya entonces sus familiares tenían que resignarse a soportar a ese loco con su tema; “Es un caso perdido”, decía siempre el abuelo.

Era algo sólo comparable a cuando resultaba un músico en la familia. En cualquier caso se presumía su irremediable destino: va a ser parrandero y borrachón. Para entonces los trovadores, serenateros y acordeoneros o ejecutantes de una papayera no eran considerados unos artistas. Más bien se convertían en una especie de eterno dolor de cabeza para las madres que los veían salir emperifollados –a los futbolistas también- los domingos por la mañana y regresar, tambaleantes, a altas horas de la noche mascullando la última melodía que les rondara en su cabeza.

Es cierto que desde el punto de vista económico y social el fútbol era una especie de actividad marginal. El futbolista era considerado básicamente un vago: esquinero, jugador de billar (lo que se dice “un tigre”) alérgico al estudio, tomador de ron blanco y en algunos casos, marihuanero por adopción. Pero era –como ya dijimos- un artista del balón; por sus poros transpiraba imaginación, fogosidad, entrega por un arte que asumía por vocación y cuya expresión constituía todo un ritual. Entonces, eran relativamente pocos los que se dedicaban a esos menesteres. A pesar de la poca promoción periodística, los buenos jugadores eran ampliamente conocidos en cualquier pueblo o vereda a donde llegara un equipo a jugar un partido.

Y ni para qué hablar de una selección departamental: quien llegaba allí se ganaba la aureola de personaje legendario. Es decir, sólo aquellos que tenían verdadera vocación de futbolistas podían participar del juego. A los demás, simplemente, no los dejaban o ellos mismos se automarginaban. Existían pocos equipos y ser llamado a un onceno de renombre era todo un logro, lo mismo que implicaba participar en el torneo oficial de la liga donde sólo podían actuar los más competitivos. Además, se profesaba un buen trato al balón con una devoción casi franciscana y se comunicaban en la cancha con silbidos y frases, usando códigos y señales que se hacían respetar con celo: “No la dejes caer porque se quiebra” -gritaban-“¡No la maltrates!”.

El Director Técnico

El madrugado carnicero, el entusiasta zapatero del barrio, el muchacho desocupado amigo de todos o algún espontáneo a quien le gustara cargar el balde y asistir a las reuniones del comité de fútbol, solían ser los técnicos de aquellos equipos de esfuerzo propio que se armaban con los pelaos que vivieran en las tres cuadras a la redonda. Muchas veces las bases de esos cuadros eran las tradicionales líneas de bola de trapo que se llevaban de una calle a otra. Y entonces la rifa para el uniforme, la camiseta de otomana, los guayos remachados y la humilde contribución para el arbitraje que algunos señores simpatizantes, don Tobías o el señor Mendoza, o incluso, hasta doña María, aportaban para ayudar a los muchachos.

El técnico era generalmente el mismo dueño del equipo, porque alguien tenía que encargarse de los carnés, del balde del agua y de gritar y arengar a los jugadores, pero también estaba el otro, el tipo colaborador que canjeaba sus servicios por un trago de ron, y que asumía a veces de aguatero, pero lo que hacía en realidad era partir las naranjas en cruces para echarlas al balde y darle al agua ese sabor medio ácido y dulzón tan apetecido por los futbolistas cuando aprieta la sed. Generalmente se trataba de alguien que, sin saberlo, se convertía en un motivador del equipo con sus chistes y ocurrencias, una especie de bufón de feria, tan necesario, pero tan anodino e insignificante en la escala de reconocimientos en ese deporte, que para referirse a alguien que no supiera jugar fútbol se decía que no había jugado ni de “naranjero izquierdo”.

Otros equipos, en apariencia más afortunados, contaban con algún exjugador profesional, alguna legendaria figura de selección departamental o algún muchacho que hubiera pasado con relativo éxito por las reservas del Junior. Finalmente aquél veterano del equipo que por su experiencia hasta dirigía y jugaba al mismo tiempo. Pero en todos los casos se trataba de alguien que coordinaba el grupo, hacía frente a las divergencias presentadas con los árbitros y organizadores del campeonato y supervisaba las prácticas, que en ese entonces eran los martes “la física” y los jueves “el baloneo”, y el día del partido el hombre gritando en la raya, desesperado o feliz según el caso, pero aliviando su ansiedad con un nuevo cigarrillo que enciende o con unas cervecitas que se ha tomado en voz baja.


El masajista

Era fundamental contar con este apoyo paramédico porque entonces no se “calentaba” como mandan ahora los cánones del entrenamiento, sino que se hacían unos trotecitos y era el masajista el que remataba la faena a punta de linimentos, alcanfor y ron de contra, ese olor característico que invadía los camerinos y que aturdía a los allí presentes. El masajista tenía un poco de farmaceuta, un poco de brujo y un poco de psicólogo, porque hasta él llegaban los jugadores a contarle sus cuitas, quizás porque era un personaje desprendido y desprevenido y con frecuencia un veterano con mucha experiencia en lidiar hijos y mujeres.

En la actualidad, de algún modo, estos personajes y oficios siguen siendo piezas claves en los equipos de fútbol, pero con unas diferencias abismales: los jugadores son ahora profesionales casi desde niños y todo el mundo los apoya sin ningún reparo; los técnicos son ahora profesores, entrenadores, manager, misteres o Alineatores (como dicen los italianos) y cuentan con un grupo de apoyo que incluye médico, delegado, preparador físico, psicólogo, utilero (ya nadie dice “Aguatero”), asistentes de campo, asistente técnico, trabajadoras sociales, espías y, algunos, hasta jefe de seguridad. El masajista desapareció como tal y pasó a ser el kinesiólogo, un nombre de más caché porque significa que el tipo se ha profesionalizado. Pero, siempre, así ya nadie lleve naranjas a los partidos porque ese sabor a caño de ahuyama ha sido reemplazado por los Gatorades y otras bebidas energéticas, siempre, decía, aparece algún espontáneo que sigue actuando como el Naranjero izquierdo, con sus ocurrencias, chistes y anécdotas atrevidas, solícito para cualquier mandado que hubiera que hacer y dispuesto a lo que sea por los pelaos.
A él queríamos hacerle este pequeño homenaje
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Publicado en El Heraldo Deportivo el 3 de Junio de 2008.

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