jueves, 14 de julio de 2011

DEMOSTRAR SUPREMACÍA


Por: Agustín Garizábalo Almarales


Que el fútbol se juega por placer o diversión, por dinero o salud, por fama o reconocimiento, es una verdad tan natural que usted le puede preguntar a cualquier futbolista o entrenador y no dudarán en decirlo. Pero también se juega, y de manera esencial, para demostrar supremacía. Se juega para GANAR.

Ganar, entonces, se convierte en un símbolo de poder, en la prueba contundente de que perteneces a un grupo humano culturalmente superior. En últimas, los deportes son una metáfora de la guerra y los atletas sustituyen a los feroces guerreros de épocas primitivas. De ahí que les brindemos tantas pleitesías y atenciones y los colmemos de querencias: Nos representan en esa confrontación instintiva de todos los tiempos, porque el hombre trae codificado ese afán de equipararse con los demás como ritual de conquista sexual, meta final de los vencedores.

El fútbol comenzó siendo una encarnizada lucha entre dos pueblos vecinos y su gracia consistía en llevar hasta la plaza central del pueblo contrario una vejiga de cerdo rellena de trapos y aserrín. En esa batalla campal podía participar el que quisiera, y aquél fragor dejaba un reguero de brazos y piernas en el camino y sobre los techos de las casas, y no serían pocas las veces en las que la pelota en disputa terminara siendo la cabeza de algún desafortunado contendiente. Salvajismo puro.

Después, por fortuna, se crearon las reglas, humanizando la competencia. Se ha llegado a tales niveles de sofisticación que los deportistas están ahora más sintonizado con la farándula mediática que con la brega castrense. No obstante, el gran público sigue sintiéndose representado, con altas dosis de regionalismo, en esas confrontaciones deportivas, asumiendo los triunfos de los atletas como propios y convirtiendo sus derrotas en tragedias, en ocasiones con visos de duelo nacional.

El futbolista, entonces, no debe perder de vista que en cada partido, ya sea en el Bernabeu, en la cancha del barrio o en la playa, no se juega para la novia, para quebrarles los ojos a los críticos o para cobrar una apuesta. Se juega por esa necesidad primaria de “agredir” al rival con goles, reduciéndolo, dominándolo, sometiéndolo, como en la más feroz de las batallas.

agarizabalo@yahoo.com

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